lunes, 30 de diciembre de 2013

Mujeres envueltas


Erase una vez una niña que jugaba como todas las de su edad, con sus hermanos a la pelota, o a descubrir animales que se escondían en la tierra del slum donde vivía, o en cualquiera de los recovecos de los edificios semiderruidos de Hyderabad por los que solía pedir limosna. A pesar de las inclemencias que soportaba, era feliz, estaba contenta, pues eso era lo que había tenido siempre, nunca había vivido en otro lugar, en otro ambiente, bajo otras circunstancias que no la obligaran a sobrevivir por ella  misma. Al fin y al cabo era libre, podía andar de un sitio a otro, aunque su ilusión de ir al colegio estuviese cercenada pues sus padres no se lo podían permitir. Soñaba con cosas de otro mundo, con volar y con un sultán azul, aunque también soñaba con otras del suyo propio. Solía andar siempre con hambre, intentando obtener unas rupees que le permitiesen comprar aunque fuera un chupa chups. Cada día veía este cartel y se le hacía la boca agua. No sabía leer, no sabía lo que el cartel decía, sólo veía una foto de uno con el papel puesto, y de otro con el papel quitado al que acudían las moscas. Claro, es que estaba buenísimo y si no le ponían el envoltorio, todo el mundo querría comérselo. El poder estaba en los hombres, ellos eran los que ponían las normas, y sabían muy bien cómo hacerlo, cómo moldear conciencias desde pequeñitas. Ella no sabía que le quedaban pocos meses para dejar de ser una niña, para convertirse en una mujer, pero tenía perfectamente asumido que llegaría un momento en que estaría obligada a taparse como lo hacía el chupa chups, como lo hacían todas las mujeres mayores que conocía y se vestían con hijab o burka, su madre, su tía y su hermana mayor, pues ellas eran dulces a la mirada de los hombres, y debían defenderse de ellos. Dentro de poco su cuerpo dejaría de estar expuesto al sol, al viento, a la lluvia, al tacto, a cualquier caricia indiscreta. Dentro de poco dejaría de ser libre. Dentro de poco sólo sería una chuche en el mundo de las moscas.
 
 

martes, 17 de diciembre de 2013

Se busca


Dicen que una vez que entras en la Medina de Fez corres el riesgo de quedar atrapado allí por siempre jamás. Un laberinto de callejones estrechos, con multitud de puestos y tiendecitas, de vendedores que tratan por todos los medios de que les compres, que intentan convencerte de que su producto es el mejor de todos. Callejas a rebosar de gente que viene y va, cargando cualquier cosa, una bolsa gigante llena de especias, un caballo que carga millones de telas, un anciano pensativo, un sonido en el aire de “Allahu Akbar” que te transporta a otra época, a otro mundo, procedente  del Muecín que llama a la oración, unos pasadizos que no cumplirían los criterios de higiene a los que nuestra parte del mundo está acostumbrada, un giro a la derecha, uno más a la izquierda, de nuevo a la izquierda, otra vez a la derecha, ahora se bifurca, y así hasta el infinito. Cuenta la leyenda que una vez, hace mucho tiempo, un viajero errante se adentró entre sus murallas, y paseó por sus calles, primero con seguridad, disfrutando de lo que veía, del espectáculo de colores, sonidos y olores de este lugar, sus gentes, sus miradas; luego con preocupación, al comprobar que no era tan fácil como se imaginaba orientarse allí; y por último con auténtico pavor al verificar que no daba con el camino correcto hacia el exterior. Cuenta dicha leyenda que quedó atrapado en la Medina para siempre, sin poder salir, que las autoridades internacionales decretaron una orden de busca y captura para encontrarlo, pero que no consiguieron nada, nadie pudo verlo nunca. La orden aún sigue vigente: “Se busca a un desaparecido, su nombre es Respeto. Si lo encuentran, propáguenlo”. 


martes, 10 de diciembre de 2013

Lakers


Yo le miro con sorpresa. Aquí, en medio de Malí, cruzando en un una especie de ferry el río Níger para dirigirnos a Djenné, me encuentro a un chaval con la camiseta de mi equipo preferido, como yo llevaba orgullosamente cuando era chico. Le digo “Vive les Lakers!” en un lamentable francés, y me responde con una sonrisa llena de incomprensión, qué me estará diciendo éste tubabu, se preguntará. Pienso en cómo habrá llegado esa camiseta a este sitio, y en la ironía que supone que el club más relacionado con el lujo de toda la NBA aparezca precisamente aquí, en uno de los lugares menos lujosos del mundo. “Bendita” globalización. No para de encender y apagar ese transistor que lleva en las manos, del cual no se oye más que ruido, es imposible sintonizar nada. En pleno Sahel, nuestra “civilización” prácticamente no ha llegado, todas las casas son de adobe, no hay ninguna antena, ni enchufes, no hay supermercados ni nada tecnológico. Alguna vez supongo que mi país fue así, ¿qué quedó de eso? En la época de los móviles, Iphone, Ipad y demás, aquí mantienen la modernidad de mis años 80, y el sol y el campo y la vida sencilla de aquellos años. Y es cuando entiendo que ese niño en realidad soy yo, mi yo de este mundo, con la camiseta de mi equipo, jugando con la radio, aquel aparato que me parecía tan misterioso a través del que los mayores se informaban de todo, y que he puesto cara rara cuando un viejo me ha preguntado por los Lakers porque qué sabrá él, eso es cosa de niños. Y su cabeza, como la mía entonces, se volvería a girar a observar el mundo, y a pensar simplemente si alguna vez tendría la oportunidad de que los ángeles (no los Lakers) le explicaran por qué las cosas son como son.
 
 

lunes, 2 de diciembre de 2013

Paraísos Naturales


A veces llego a lugares extraordinarios, a sitios a los cuáles te gustaría pertenecer por siempre jamás. El camino hacia ellos suele ser largo y difícil, como el regreso a Ítaca, sin comodidades, y tienes que hacerlo a pie, sólo con tus recursos, con lo más básico de ti mismo, esa energía interior que todos llevamos dentro con la que tratas de hacerte un todo mezclado con la naturaleza desbordante por la que pisas. Pero la recompensa es inigualable, y quedará grabada en tu memoria, para que puedas acceder a ella de vez en cuando, guardada en esa mochila cerebral que ningún recorte de ninguna entidad poderosa te podrá arrebatar nunca. Un ejemplo es Siete Altares, en Livingston, Guatemala. Mientras voy andando, dejando pozas y más pozas de agua cristalina con cascadas, vegetación frondosa y verde muy verde con lianas de Tarzán, y ese sonido de agua cayendo que te transporta a la época que debió ser el Nuevo Mundo antes de que viniésemos a joderlo, pienso en lo absurdo de lo que llamamos civilización. Destrozamos paraísos naturales para construir ciudades donde viva gente que trabaje para pagarse unas vacaciones para tener la oportunidad de visitar paraísos naturales. De locos, ¿no? A veces me avergüenza pertenecer a los humanos, y me imagino en una reunión de especies de la Tierra, sentado entre una hormiga y una tortuga y ambas descojonándose de mí, “¿pero vosotros los seres humanos sois tontos? ¡Estáis jartándoos de trabajar para poder ir un ratito al mismo sitio del que procedíais y en el que podríais vivir perfectamente todo el tiempo si no os lo hubieseis cargado!”