jueves, 27 de febrero de 2014

Pasajeros al tren


La Indian Railwais es la segunda mayor compañía de trenes del mundo. Imagino que la primera será la china. Uno no puede decir que haya estado en India a no ser que haya viajado por este medio de transporte,  el mejor para conectarse entre ciudades, hasta que no haya pasado en un tren quince o treinta horas de duración en la sleepers class con sus literas, o en la tercera clase comprobando hasta qué punto un vagón puede contener personas, hasta no llegar a detectar en qué momento exacto todo el volumen de su interior ha sido ocupado por seres humanos, sin hueco casi ni para respirar. Es la mejor forma de hacerse una idea de la humildad y el aguante de estas gentes, de cómo funciona su interior, su forma de ser respetuosa que no atiende a la comodidad individual, sino a una mezcla de normalidad y resignación. Nadie se plantea que tenga derecho a disponer de una mayor área de esparcimiento vital pues esa es la única forma de viajar, de moverse, de trasladarse aquí, y no hay otra, a no ser que tengas el dinero (y el abrigo, por el aire acondicionado) suficiente para ir en primera. Cada indio tiene un volumen de acción hasta que choca con otro indio de muy pocos centímetros cúbicos, tanto en el tren, como en sus casas, como en la calle, como en cualquier lado. Como si estuviesen a punto de llegar a su capacidad de carga, al límite en el que ya no cabe ni uno más. En la mayoría de lugares hay poco espacio, mucha gente y hay que esperar demasiado tiempo para hacer cualquier cosa. Y en esa situación, sólo la cara de cualquier occidental que se encuentre por ahí denotará algo de incomprensión y hartazgo ante lo que está viendo o viviendo. Pero sí, siempre cabe más gente, y siempre seguirá entrando alguien más. En nuestro mundo afrontamos la espera y el mínimo espacio con indignación e injusticia, como si no nos mereciéramos eso. Aquí, sin embargo, no hay cabreo alguno, así es la vida y así ha sido siempre. ¿Cuál es el país rico, el nuestro que no soporta las incomodidades, o el de ellos que no las tienen en cuenta?




lunes, 17 de febrero de 2014

La Dulce Condena



Me encontraba sentado en mi mesa de trabajo, realizando mi función en este mundo, delante de un ordenador, despierto desde las seis de la mañana, tecleando letras una detrás de otra para completar un informe que probablemente no se leería nadie, con cierto síndrome de la clase turista que hace que la sangre se te vaya a las piernas y colapse el sistema circulatorio de no moverse, cuando de repente, tras una cabezada que no pude contener, caí en las redes de mis captores. Abrí de nuevo los ojos y todo había cambiado, aquel no era el lugar en el que debía estar. Ya no veía un ordenador delante, ni estaba en un lugar cerrado y sin ventilación en el que debía pasar toda la parte soleada del día, sino en un asiento de mimbre, con los pies en lo alto de una mesa de madera, respirando aire puro, una brisa fresca y húmeda procedente de los bosques, contemplando aún borrosamente un maravilloso paisaje en el que sólo oía el canto de las aves, ranas, sapos y el sonido relajante del agua al pasar. Alguien me había apresado, quizás un elfo de los bosques, o un gnomo, o un ser azul de los de Avatar, y me había traído aquí contra mi voluntad. Lamentablemente tengo que resistir en esta celda natural, en San Marcos, en el Lago Atitlán, en el paraíso del Xamanec, oyendo a los pájaros, intentando descubrir el mensaje que me envían los árboles ancestrales que tengo a mi alrededor, que me transmiten el sentido de la vida, de dónde venimos, a dónde vamos, qué hacemos en este mundo, mientras no paro de escuchar el sonido de la naturaleza e inundo mis pulmones de aire de verdad. Pero ahora llevo mucho tiempo aquí, tanto que de vez en cuando me vienen recuerdos que quizás sean demencias, recuerdos de un lugar asfaltado y enladrillado al que parece que pertenecí, donde la gente se despertaba temprano, muy temprano, para hacer algo que no le gustaba durante la mayor parte del día y de los días de su vida, para conseguir  un metal al que llamaban dinero y que ellos mismos habían inventado para encadenarse a una rutina, que servía para comprar cosas que no se necesitaban, y para ahorrar y tener la oportunidad algún día de vivir al fin la última parte de su vida, ya viejecito, de manera tranquila y divertida, tal y como lo habrían querido hacer desde joven.  Sentado aquí, en mi dulce condena, me pregunto si quizás ocurre que mi demencia sea la realidad, y mi realidad la demencia.



miércoles, 12 de febrero de 2014

El Guardián entre el Centeno




Hace poco me regalaron un maravilloso mapa del mundo, uno en el que podías rascar y señalar así los países en los que había estado, como en los premios esos que había cuando era chico en los paquetes de patatas de rasca y gana. Para mi ego viajero resultó desastroso. En mi insolencia había creído estar en medio mundo, y cuando terminé de rascar y quedarme con el mapa entero, visualizando países visitados con los que me quedaban por ver, la balanza estaba tan desequilibrada que se me bajaron rápidamente los humos, me quedé reducido, viéndome como el Increíble Hombre Menguante, cada vez más pequeño ante un mundo enorme, como si hubiese disminuido de tamaño hasta una escala proporcional al mapa que tenía delante. La Tierra me parecía inabarcable, pero entonces me acordé de otro momento en que me sentí igual, aquel campo de gramíneas en Tafraute, Marruecos, de la grandeza de rocas y montañas del Antiatlas que tuve enfrente y que ya me provocó una sensación parecida, de no poder abarcarlo, y me empequeñecí hasta tal punto que veía a las pequeñas gramíneas como un auténtico campo de cereales. Y entonces, al recordar aquello, pude cambiar mi punto de vista de la situación. Si no había estado en ningún sitio, significaba que me quedaba la mayor parte de los lugares por ver, y eso molaba. Empecé a pensar en esas frases sobre la felicidad, aquello de que no está en el destino sino en el camino, así que mi nueva situación me permitiría seguir caminando y disfrutando de aquella felicidad. Podría permanecer viajando eternamente, pues siempre me quedarían lugares por ver, y así ir creciendo y alejándome de mi menguado estado, como si el simple hecho de conocer me fuese proporcionando centímetros de altura hasta llegar a la que tuve antes de ver el mapa. Me movería por los caminos  que quería recorrer, aquellos que quería conservar como ese fascinante campo en mi memoria, y evitar que nadie lo tocase, que nadie lo perturbase, como si yo fuese un guardián del mismo, como si fuese su Guardián entre el Centeno.





jueves, 6 de febrero de 2014

El Verdadero Canal



Conecta dos océanos que habían estado separados hasta hace ahora justamente  un siglo, el Atlántico y el Pacífico. Mezcla dos aguas con esencias distintas. Viendo el Canal de Panamá de cerca, tampoco parece gran cosa. Recorta tiempo a los barcos al no tener que bajar hasta el Estrecho de Magallanes para cruzarlo. En su construcción se estima que murieron unas 22.000 personas, nueve décimas partes procedentes de lo que se denominaban las Indias Occidentales. Vamos, nativos que trabajaban para los verdaderos occidentales que fueron hacia allí, vieron que aquel lugar les era apropiado, y se hicieron por distintos medios con aquella franja de tierra que era de los indios, porque sí. Su objetivo era unir aguas aún a costa de separar tierras. Las muertes fueron como una respuesta de la naturaleza, que anunciaba que esos dos mares estaban separados por algo, que advertía de que no perturbasen al agua. Pero dio igual, se podría decir que era una construcción que recortaba tiempo a los importantes y majestuosos barcos occidentales a costa de recortar vidas a los insignificantes nativos. Se destruían vidas humanas y naturaleza desbordante en pos del crecimiento económico. Personas, árboles y animales a cambio de un mayor beneficio, de alcanzar más dinero, más monedas, ese metal al que le hemos dado, nosotros, un valor por encima de todas las cosas. La repetición del cuento de nuestro desarrollo económico a lo largo de la historia. Nuestra impecable historia. Los primeros peajes al cruzarlo a principios de su construcción eran de cerca de 20.000 dólares. Los precios actuales del paso de los grandes buques llegan hasta los 200.000 o 300.000 dólares, o incluso más. Hasta el año 1999 estuvo administrada por Estados Unidos. Me pregunto si alguno de esos dólares, aunque sólo fueran unos pocos, habrán ido destinados, de alguna manera, a indemnizar a las familias de los fallecidos. Me pregunto cuánto de este dinero habría ido a parar a alguien que estaría en algún despacho, mandando. Me pregunto lo de siempre. ¿Hasta cuando las diferencias astronómicas entre unos y otros? ¿Cuándo será posible un Verdadero Canal que las mezcle?