miércoles, 28 de enero de 2015

Por esto me gusta viajar



Suena el despertador a las cinco y media de la mañana, y no lo ha hecho por equivocación. Lo puse ayer, bueno, anoche, hace unas horas. A pesar de estar de vacaciones, quería levantarme bien pronto, antes del amanecer. Quería hacerlo porque estoy en Koh Rong, en una isla paradisíaca, y pensaba que la salida del sol aquí debía ser grandiosa, y si lo acompañaba de un baño en sus tranquilas aguas transparentes antes de que éste saliese, pues mejor aún. Cierro la puerta de la cabaña en la que estamos alojados, recorro los escasos veinte metros de arena blanca y crujiente, en una sensación que nunca había experimentado bajo mis pies en una playa, crracc, crraaaccc, un sonido extraño que quizás tenga ocasión de enseñar en otro video. Llego a la orilla, respiro fuerte mientras echo un vistazo a un lado y a otro, y compruebo que estoy sólo. Dejo que el aire puro inunde mis pulmones de oxígeno y naturaleza, y que eso me proporcione fuerzas, las que he perdido durante todo un mes viajando por un país impactante e intenso como Camboya, con sus lluvias torrenciales, sus selvas impresionantes, sus medios de transporte y carreteras en un estado imperfecto, sus hostales y restaurantes tan distintos a los nuestros, sus sentimientos a flor de piel, su gente maravillosa preguntándose alucinados por qué ese interés en retratarlo todo, y también las que me hacen falta para volver a la normalidad, para regresar a lo de siempre, al asfalto, al edificio, al coche, al trabajo, al frío, a las aspiraciones, a lo que esperan de mí, a la temida rutina. Por esto me gusta viajar. Porque tras la tempestad, siempre llega la calma. Y en la calma de este baño matutino, perdido de cualquier evidencia de civilización, encuentro el único lugar en el que puedo recargar mi propia batería, esa que está hecha de aguante, y que suele tener un año de duración.











martes, 13 de enero de 2015

Despertar en Fez



Es muy temprano, quizás no han dado ni las siete de la mañana, pero ya ha comenzado a salir el sol, y con ello ha llegado la solución a toda una noche de insomnio. Y es que una habitación de cualquier hostal de Fez en pleno agosto no se diferencia mucho en cuanto a temperatura con respecto a un horno preparado para meter el pavo de Navidad. O, poniendo un símil más de aquí, con respecto a la temperatura que alcanza un Tajine. Por muchas ventanas y puertas que dejes abiertas, no corre ni un milímetro cúbico de aire en forma de viento, y hasta el recuerdo de Sevilla en verano se hace utópico como referente de calor aceptable para dormir. Recorriendo la ciudad de día, los intrincados callejones de la Medina al inclemente sol que hace que la temperatura fuese la mayor que recordaba haber experimentado en mi vida (referido a calores secos, no a los húmedos del sudeste asiático), la cercanía de la tarde, y con ello la noche, me hacían albergar cierta esperanza sobre la llegada  fresquito. “En la noche se estará mejor”, eso pensaba, eso hablaba con mis compañeros. Pero el cuerpo necesita una temperatura para dormir a la que por mucho que hubiese descendido al ponerse el sol, la que teníamos nunca llegaría ni a acercarse. “¿Qué hará la gente de aquí para combatirlo?”, me preguntaba al mirar desde la ventana, ante el escenario oscuro de la noche que se veía en ese momento. Y la ventana tardó en responderme toda una noche en vela. Al llegar el día comprobé cómo en las azoteas, junto a los huertos más comunes de los edificios marroquíes, los huertos de parabólicas, los oriundos subían sus colchones y dormían al único fresco posible, el que proporcionaba el aire libre. Hasta con mantas. Envidia cochina, ese fue el concepto que colonizó mi cerebro insomne al ver la fácil solución que no había contemplado. Nota mental: cuando el calor aprieta, la mejor habitación es aquella que tiene techo de estrellas.