viernes, 29 de julio de 2016

Recuerdo




Recuerdo el sol luchando contra las densas nubes, tratando de mandar sus poderosos rayos a una superficie terrestre con tan alto grado de humedad que ahogaba; recuerdo el agua calentita, de color azul, o más bien cristalina, sus corales, sus pececitos grandes, medianos y pequeños; recuerdo las tortugas, buceando tranquilamente en las profundidades, ignorándonos a los que hacíamos snorkel por su seguridad de que tendríamos que subir a respirar, mientras ella, bajo el agua, huiría siguiendo su  constante avance subacuático; recuerdo las bangkas con la que llegaba a las islas, partiendo el mar en dos como si fuese una cremallera; recuerdo las playas, esas grandes y pequeñas extensiones perdidas y encontradas, de arena blanca y bichitos pequeños, esas playas en las que podías imaginar cómo fue la llegada del primer ser humano, qué pudo pensar de la belleza, qué pudo temer, qué pudo anhelar; recuerdo las puestas de sol, los colores tan variados de blancos, grises, rojizos, naranjas y rosados que en apenas quince minutos podías llegar a contemplar; recuerdo la naturaleza desbordante que a sólo dos pasos de la playa encontrabas a tu disposición: palmeras con cocos, cánticos de todo tipo de aves y sí, mosquitos; recuerdo las medusas, y una en concreto que me dejó dibujada el mapa de la India en media pierna; recuerdo que el viaje son cosas pequeñas, y cosas grandes, son trayectos a veces largos e incómodos, que te pueden hacer desfallecer si no los procesas bien, pero que, si eres constante, te proporciona lugares y momentos incomparables. Recuerdo siempre, en definitiva, y a todas horas cada vez que cierro los ojos, el agua, la arena, los cocoteros, el agustismo, la música, la soledad y la compañía. Aquí os dejo un poquito de ellas.



martes, 12 de julio de 2016

Terrazas de arroz de Hapao


"No te metas en un coche si no tiene cinturón de seguridad; no entres en un autobús que sea demasiado antiguo; no se te ocurra subir a un yipni; si ese yipni está a rebosar, menos aún; no hace falta que te diga que ni de coña contemples la posibilidad de viajar en lo alto de ese medio de transporte, donde va toda la carga, y parece tan suelta, y que fácilmente podría caerse, y caerte tú con ella…”.




Hemos creado un mundo tan absolutamente previsor que una mínima relajación de las condiciones de seguridad a las que estamos acostumbrados y que de manera innata aparecen y se repiten en tu cabeza cuando abandonas tu zona de confort representa una subida increíble de los niveles de adrenalina en sangre y una sensación casi olvidada durante el resto del año en la que de verdad experimentas lo que significa vivir: viento en la cara, agarrarse a cualquier cosa cercana para evitar caer en las curvas, sentarse incómodamente encima de un hierro que está a doscientos grados, observar cómo los oriundos hacen esto con absoluta normalidad, y contemplar mientras tanto uno de los bienes declarado Patrimonio de la Humanidad más hermosos que has visto, las terrazas de cultivos de arroz, con un verdor tan intenso que ni las fotografías ni los videos pueden reflejarlo en su verdadera presentación.


Quizás estamos llevando demasiado lejos el refrán de más vale prevenir que curar, y eso nos está alejando de disfrutar de muchas de las fáciles aventuras que tiene la vida. La previsión aburre, la incertidumbre divierte, y esa es una de las diferencias fundamentales entre nuestro mundo y el de estos lugares que suelo visitar. Quizás por eso cuando somos chicos nos divertimos tanto, porque no miramos las consecuencias al milímetro de nuestros actos, y cuando somos adultos la cosa empieza a resultar un tostón, porque queremos saber siempre qué ocurrirá si hacemos tal o cual cosa. Siguiendo esta misma lógica, hemos construido un mundo occidental adulto, muy aburrido, previsor hasta el límite, y en la otra parte existe un mundo que no ha abandonado completamente esa actitud que aquí consideraríamos infantil, no tan preocupada por lo que podría ocurrir si se cumpliese el 1% de probabilidades que tienen las cosas de salir mal.   

Prevenir es curar, es posible que tengan razón, pero la excesiva prevención convierte la vida en un auténtico coñazo. El ser humano necesitaría, para sobrevivir a este mundo ordenado y estresado  en el que solemos transitar, un leve (o no tan leve) proceso de “desprevenización”, que facilite la ocurrencia de cosas imprevistas que nos supongan retos. Porque la costumbre deprime y los nuevos retos alegran.