lunes, 29 de diciembre de 2014

El principio de Mi Mundo Descalzo



Aquí comenzó todo. Aquí me picó el despiadado insecto. Era el verano de 2006, me encontraba en Ometepe, la maravillosa isla situada en el lago Nicaragua. Por su húmeda y frondosa selva avanzaba yo, junto a una inolvidable expedición, admirando los enormes árboles que se alzaban con una dignidad hasta entonces nunca vista, seres de troncos finos y poblados de intensas hojas verdes. La cantidad de materia vegetal que llegaba a mi retina era tan grande que no podía adivinar si lo que tenía enfrente era una montaña o un conjunto de helechos, plantas y árboles impresionantes que no dejaban hueco alguno al paso de la luz solar. Los senderos eran estrechos. Los cantos de pájaros e insectos y la extraordinaria belleza  daban al lugar una sensación de regreso a 1492, a antes de nuestra llegada, a cuando todo era inocente, cuando la avaricia de nuestro continente aún no había pervertido a las tierras de Pocahontas. Allí, mientras un paso daba lugar a otro, mientras el avance se hacía cada vez más aventurero, mientras el cansancio y el sudor se mezclaban con la ilusión de estar al fin viviendo lo que había estado buscando durante toda mi vida, entonces, al girar, la vi. Un sonido intenso de agua cayendo, una estampa preciosa, la fascinante Cascada de San Ramón. Mientras mis ojos se abrían y mi boca soltaba palabras de alucinación que no respondían a órdenes expresas de mi cerebro, iba identificando en aquel paisaje, en aquella aventura, en aquel estilo de vida, no sólo a una isla, no sólo a la sucursal del Paraíso que resultaba ser Ometepe y que tan en riesgo está ahora por la construcción de un maldito Canal Interoceánico que trae consigo la promesa del jodido dólar que todo lo puede, sino que para mí significaba un insecto, un mosquito con un potente veneno, el veneno del viajero, que me fue inoculado en ese preciso instante. Nunca podría dejar de viajar, nunca podría dejar de interesarme por conocer lugares perdidos que aún mantuviesen la esencia de la inocencia humana, nunca podría evitar huir de mi lugar de origen cómodo y seguro, nunca podría sentirme oriundo de un único lugar, nunca podría dejar de reclamar la Tierra entera y de querer conocer cada rincón de la misma por encima de todo. Frente a esta cascada, emocionado, lo entendí. 



lunes, 15 de diciembre de 2014

Pol Pot y los Jemeres Rojos. Conclusiones.



Estamos atrapados en un tiempo y un espacio en el que las barbaridades son más sutiles, escondidas tras el parapeto del desarrollo económico. Vivimos en una época en la que parece que ya no ocurren, que todo lo malo sucedió en el pasado, encerrado en la historia como capítulos de un libro que nunca debió ser escrito. 

Pensamos en la Camboya de Pol Pot tal y como lo hacemos de la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin, y concluimos que seríamos incapaces de admitir que se repitiesen semejantes crueldades, que si hubiésemos estado allí, en ese momento, en ese lugar, habríamos respondido de otra forma a como lo hicieron los que lo vivieron entonces. Creemos que si algo tiene la Historia es que podemos aprender de ella. Nosotros no seríamos capaces de apoyar la injusticia, de admitirla, de permitirla, de ejercerla ni de mirar hacia otro lado. No seríamos capaces de creernos por encima del otro, de hacernos hueco a costa del contrario, de desear el mal ajeno ni, por supuesto, de matar a nadie por el simple hecho de haber nacido distinto. Pensamos eso incluso cuando una breve búsqueda por internet, o un simple vistazo de algunos periódicos nos mostrarían fácilmente que parecidas barbaridades están ahora ocurriendo en Palestina, en Siria o en numerosos países africanos.

Recordamos y leemos sobre esos tiempos, y todas las crueldades están localizadas con un nombre, el de una sola  persona, ya fuese Hitler, Stalin o Pol Pot, sin atender a lo verdaderamente importante, y que tanto se ignora cuando se analizan dichos pasajes de la Historia. La crueldad no estaba concentrada en ellos tres, por poner esos tres simples ejemplos, sino repartida en los miles y millones de personas que miraron para otro lado o  aceptaron sus ideas, las defendieron y las impusieron en sus respectivos círculos cercanos, ya fuese a nivel de ejércitos, de ciudadanos, de amigos o de familiares, normalizando, por habitual, una situación de auténtica locura en la que la vida valía menos que una pequeña cucharada de arroz.

Y es que el ser humano tiene una extraordinaria capacidad para pasar por alto los asuntos que le obligan a enfrentarse consigo mismo. Por eso siempre prefiere enfrentarse a los demás. Por eso es capaz de cumplir órdenes tan injustas y crueles como eliminar sin contemplación a esta mujer y a su hijo.

¿Y si nos hubiésemos visto tu y yo en esa situación? ¿Habríamos actuado de manera distinta?




miércoles, 3 de diciembre de 2014

Pol Pot y los Jemeres Rojos .“El horror, el horror”




El camino que seguían los acusados, por tanto, comenzaba en el S21 o Tuol Sleng, donde se buscaba obtener cualquier tipo de declaración bajo las más crueles torturas, y terminaba en los Campos de Exterminio o Choeung Ek, donde, finalmente, eran asesinados y enterrados. Por ambos lugares pasaron hombres y mujeres, así como jóvenes de entre quince y veinte años acusados por lo mismo: traición al partido, traición a la patria, traición a los camboyanos, traición al Angkar (La Organización, como lo denominaban). Jóvenes de la edad en la que en España estarían empezando a conocer mundo, en Camboya se veían abocados al final de sus vidas. Pero no sólo esos jóvenes, también los comprendidos entre diez y quince años eran acusados de lo mismo. Niños que en cualquier barrio de nuestras ciudades veríamos en las plazas y colegios jugar con la pelota, aquí eran sometidos a las mismas barbaridades que sus mayores. Pero no sólo ellos, los de entre cinco y diez años también. Niños de la edad en la que en nuestro país escriben con ilusión la carta a los Reyes Magos eran sometidos al mismo proceder. 

Hasta dónde llega el límite de la inconsciencia, hasta dónde seríamos capaces de llegar por cumplir una orden sin pensar en lo que estamos haciendo, hasta dónde puede abstraerse el ser humano con la excusa del miedo, de no tener otra alternativa. Hasta dónde los ejecutores de dichas macabras órdenes, que igual podríamos llegar a haber sido tú o yo, pueden silenciar su conciencia y llevar a cabo estas terribles acciones. Pues aún había más. No sólo los de cinco años fueron ejecutados de la misma forma que los mayores, con un palo en la nuca, sino que también acabaron con la vida de niños de entre cero y cinco años. Con los más pequeños no usaron un palo. 

Ahora me encuentro ante un árbol adornado con lazos de diferentes colores, un árbol que no llamaría la atención de no haber sido “vestido” de esa forma. Me acerco allí, curioso, con paso lento, con miedo a lo que pueda encontrarme, pero con las defensas bajas, pues el árbol, desde lejos, parece decorado como para Navidad, lleno de colores. Nada malo podría anunciar aquello. Sólo cinco segundos de lectura del cartel y poco menos de un minuto de explicación de la audio guía me muestran el árbol utilizado para asesinar a los niños que aún no tenían ni edad de hablar. Eran cogidos por sus piernas y lanzados sin piedad hacia su tronco. 

Este árbol tiene el fatal honor de haber acogido las últimas milésimas de vidas de cientos de niños. Como dijo Kurtz en El Corazón de las Tinieblas, de  Joseph Conrad, mi cabeza se vio invadida de una única expresión: “¡El horror!, ¡el horror!”.





miércoles, 19 de noviembre de 2014

Pol Pot y los Jemeres Rojos. Los campos de Exterminio o Choeung Ek



Andar por este lugar resulta impactante, tétrico, sobrecogedor. Camino a través de unos campos absolutamente silenciosos, intuyendo algo distinto, sabiendo que no es un lugar cualquiera, que aquí ha ocurrido algo gordo, como si un sexto sentido te avisase rápido: “¡estate alerta!”.

Tras las torturas que tenían lugar en el S 21, cuerpos exhaustos, aún no fallecidos, eran trasladados en camionetas, atados entre sí, con vendas en los ojos y bajo la excusa de que todo había terminado y que iban a ser trasladados con sus familias y finalmente liberados. Pero eso no ocurría nunca. O quizás sí, pues llegados a ese punto la libertad solo podía llegar de esa manera. En este descampado en el que estoy, de noche, bajo el sonido de un generador eléctrico que siempre permanecía encendido, los condenados eran sacados del camión y colocados uno al lado del otro, de rodillas en el suelo. Ellos no podían ver nada, pero lo que tenían delante era una gran fosa. Los asesinos no podían utilizar armas, pues la munición era escasa y se reservaba para los combates que aún se seguían produciendo en las fronteras, así que sólo se podían servir de un simple palo, con el que golpeaban en la nuca del preso. Es entonces cuando uno entiende lo del ruido del generador, pues con ello se evitaba que los gritos de los primeros en recibir la sentencia fuesen escuchados por el resto. De esa manera, tras propinarle el golpe de gracia, dejaban caer a esos hombres y mujeres en el agujero, a veces sin comprobar si efectivamente habían muerto, echando rápidamente tierra encima. Se estima que muchos de los asesinados aquí fueron enterrados vivos.

Imagino que el espíritu de lucha por la supervivencia que todos tenemos dentro estaría absolutamente sepultado después de los latigazos, las descargas eléctricas, los segundos y minutos con la cabeza metida bajo el agua, los días sin comer y dormir, las heridas en todo el cuerpo… En una situación como esa sólo dejar de recibir esas torturas debía significar un placer inigualable, y el hecho de ser abandonado bajo la tierra, de que cesara el ruido, las preguntas, las torturas y la violencia, suponía casi un final feliz. Un horrible final feliz.

En el centro de este descampado han construido una especie de memorial, donde se han colocado los cráneos de los restos encontrados. Acercarse allí te retuerce el corazón, y hace que no puedas dejar de preguntarte ¿cómo es posible?, ¿hasta dónde somos capaces de llegar?, ¿qué habría hecho yo en esa situación?, ¿y si hubiese sido yo el maltratado?, y sobre todo, ¿y si hubiese sido yo el maltratador?

Durante todo el paseo que se puede dar por este lugar esa duda no deja de repetirse en mi cabeza, y acaba por consumir completamente mi cerebro cuando compruebo que aquello que acababa de ver no había sido lo más horrible que pudo alcanzar a hacer una persona sometida a órdenes descabelladas, sino que aún el hombre era capaz de subir un escalón más hacia la barbarie (continuará).



jueves, 6 de noviembre de 2014

Pol Pot y los Jemeres Rojos. El S 21.



Liberas a tu país del resultado de un golpe de Estado, de un gobierno de cuatro años bajo la tutela americana en el que se incrementó, si es que era posible, la diferencia entre ricos y pobres en un país en el que nunca existió algo distinto a ricos y pobres. Llegas a la capital, ante la alegría de tu población, y pones a funcionar las ideas que tenías en la cabeza, aquellas con las que soñaste y comentaste con tus camaradas: hay que destruir esa barrera entre ricos y pobres. Es entonces cuando tomas la decisión: “desalojad las ciudades, todos se irán a  trabajar a los campos, construiremos una sociedad desde el principio, desde cero, sin que cuente para nada el pasado”. Estás decidido a eliminar todo lo malo que había antes, pero también todo lo bueno.
Expresas verdadero interés en poner en marcha tus objetivos, y en que tus subordinados cumplan las órdenes. Se requiere que todo el mundo tenga el mismo nivel de implicación, un grado máximo. El objetivo principal y filosófico: “el trabajo os hará libres”. El objetivo secundario y operativo: “triplicar los niveles de producción de arroz”. Comienzan las jornadas de trabajo inclementes, las normas estrictas, la poca comida, las malas condiciones, las muertes. Comienzan, por tanto, a no cumplirse los objetivos, y, con ello, afloran las desconfianzas.
Tuol Sleng (también conocido como S21) fue una institución creada para solventar esas desconfianzas entre miembros del propio partido. Las aulas de lo que era un colegio antes de que se iniciase el régimen se utilizaron como lugar de interrogatorio, tortura, ajusticiamiento sumario y, en definitiva cruel asesinato de al menos catorce mil personas, todo ello a las órdenes de un antiguo profesor llamado Duch. Parece de película, pero no lo es. El que antes enseñaba matemáticas pasó a ser el ejecutor más despiadado.
El internamiento se iniciaba con una sospecha procedente de algo tan insignificante como haber cogido una ración más de arroz de la que le correspondía. Comenzaba entonces el interrogatorio bajo sospechas de pertenecer a cualquier agencia de espionaje extranjera, acompañado de torturas, que, por no detallarlas demasiado, incluía días y semanas en las más crueles condiciones. Al final, conseguían una confesión a día de hoy absolutamente increíble, como que una chica de doce años fuese miembro de la CIA en un país tan cerrado como Camboya en aquellos años, o que una anciana de setenta años conspirase a las órdenes de Estados Unidos o de Vietnam. Una vez obtenida esa confesión inventada, se atrapaba a toda su familia (hombres, mujeres y niños), además de otros cuantos nombres más que obligaban al torturado a confesar, y se iba expandiendo exponencialmente el número de asesinados. Todos ellos, del primero al último, eran eliminados en el mismo S21, al no soportar las torturas, o en los campos de exterminio de Choeung Ek (continuará).