miércoles, 14 de mayo de 2014

La ropa


Un día estás en tu casa y piensas que ha llegado el momento de salir a comprar ropa. Abres el armario y sólo ves cientos de camisas, camisetas, pantalones largos y cortos, chaquetas y demás prendas de vestir, pero aún así sientes la necesidad de salir a comprar, porque hace tiempo que no lo haces, o porque, aun siendo poco el tiempo que hace que la compraste, sientes la necesidad imperiosa de hacerlo. Te sientes anticuado, hay que renovarse. Vas a una tienda, y a otra, y a otra más, y allí te ofrecen todo tipo de productos. Mira, esto vale tanto, esto vale cuanto. Esta camiseta es chula, la amarilla, la roja, la azul. Esta chaqueta qué mona. Qué bonitos estos pantalones. Compro esto. Compro lo otro. Lo compro todo.

Otro día resulta que apareces en Fez, Marruecos. Te animas a ir a uno de los lugares más interesantes de la ciudad, aquel donde se encuentran las curtidurías, donde tratan el cuero, y dan color a las prendas que luego se venden en nuestro mundo. Al llegar te da ese bofetón de olor inaguantable, que se te agarra sin  desprenderse de la nariz, llegando incluso hasta la garganta. Un olor pestilente con el que detectas que el olfato alcanza hasta tu mismísimo estómago. La palabra “arcadas” aparece en tu cerebro, y ruegas a tu cuerpo que no le haga caso a tu mente. Ves a unas cuantas personas que se sumergen en las pozas que contienen los colores que dan a las prendas, y piensas que estas personas se pasan aquí todo el día todos los días. Ironizas sobre el parecido entre las palabras “color” y “olor”, y piensas si no es una la causa o la consecuencia de la otra. No tienen ningún medio de protección, se introducen a pelo, en esos líquidos que no deben ser muy buenos para la piel, en un ambiente que no debe ser muy bueno para los pulmones. Veo sus manos y parecen las de un anciano, aunque el que está trabajando a todas luces sea joven, o incluso niño.

Estando aquí, desde las alturas, contemplando la infinidad de pequeñas piscinas llenas de colores donde van sumergiendo las prendas en un ambiente de hedor inaguantable al que ningún Polo Químico que conozcamos le puede hacer frente, pienso en que quizás aquel pantalón que me compré no me hacía falta, aquella camiseta no me era necesaria, o aquella chaqueta era a todas luces un despropósito. Pienso en cuánto de lo que pagué por esas prendas llegará a esta gente. Pienso en que quizás no es tan descabellado que compremos ropa a saco, pues al menos eso les proporciona una forma de vida a estos que tengo delante. Pero rápidamente detecto que ese es el engaño de nuestro mundo, la reflexión rápida que nos permite seguir cada día viviendo sin prestar atención a los impactos de nuestros simples actos, a que comprar una camiseta en nuestra ciudad es el aleteo de la mariposa que provoca un tsunami de injusticia en las otras partes del mundo. Pensar que de esa forma les estamos dando un futuro a ellos es evitar hacerse la pregunta del millón: ¿me gustaría que mi gente trabajase en esas piscinas pestilentes?