martes, 20 de octubre de 2015

Prólogo: Abróchense los cinturones




“Perdone. Disculpe. Sí, pase, pase. No se preocupe, no tengo prisa, guarde su maleta tranquilamente. Espere, le ayudo. Oiga, sí, ese es mi sitio. No pasa nada. Sí, el mío es 21 A, el suyo es éste, el 21B. Claro, claro, entiendo que no se ha dado cuenta, no tiene la mayor importancia. ¿Yo? De Sevilla. Bueno, nací en Cádiz, pero vivo desde casi siempre en Sevilla…”.

Llevas más de doce horas de viaje y aún no ha despegado el avión. Cogiste un autobús en Sevilla de madrugada, llegaste temprano a Madrid y ahora es mediodía. Te quedan, entre escalas y líos, unas 20 horas para llegar al lugar de destino. Relájate. Aprovecha que has conseguido un asiento al lado de la puerta de emergencia, que no tienes a nadie delante y puedes estirar las piernas. Cotillea a tu alrededor, observa a esa mujer oronda que trata de acomodarse en su asiento mientras habla sin dar opción a su acompañante, a esa madre que viaja sola con su bebé que no para de llorar, a esa chica de muy buen ver que lamentablemente no ha caído en el asiento pegado al tuyo, a ese hombre que tienes al lado y que no deja de hablar por teléfono, incluso cuando se suponía que debía haberlo desconectado. Mira la pantalla que tienes delante, busca alguna película, o algo de música. Ten cerca el libro que has traído, la Odisea, de Homero, y un cuaderno para escribir lo que se te ocurra. Y acude a la ventana, tu gran compañera, esa que te ofrece la transformación de la Tierra y de los humanos en un hormiguero de gente que se mueve, de casas apelotonadas, de parcelas desordenadas en algunos países y perfectamente dispuestas en otros, de carreteras que parecen scalextric, de coches que van y vienen, de montañas escarpadas, de ríos serpenteantes, de mares y océanos azules, verdosos, oscuros, celestes.

El ruido del motor, ese sonido tan constante que acaba invadiendo el ambiente y del que no te desprendes hasta que aterrizas y permiten salir del avión, y te das cuenta de lo cargada que tenías la cabeza, los ojos, la garganta, los oídos. Un pitidito que te impide escuchar con claridad, y que sólo cuando bostezas o tragas saliva consigues desatascarlo, como si hubieses estado debajo del agua y sintieses las presión del líquido elemento en tu órgano auditivo. El aire acondicionado que seca tus ojos, tu boca y tu garganta y que te deja con la necesidad de beber dos litros de agua seguidos.  La sensación de pertenecer a un ganado que va atravesando etapas, ahora el control policial, ahora la recogida de maletas, ahora la revisión de tu equipaje, ahora las preguntas sobre cómo salir de allí.

Llegas a Ecuador. Comienza tu Odisea. Empiezas la búsqueda de tu Ítaca.