domingo, 29 de julio de 2018

Cuando nos vamos




El cuerpo se irá primero. Las fuerzas descenderán hasta límites inasumibles de manera que ni los brazos ni las piernas podrán ser movidos. Los párpados caerán como cuando tienes mucho sueño, las pulsaciones se irán distanciando y los pulmones se expandirán cada vez con mayor dificultad. Las ideas nos abandonarán, como si el recuerdo saliese por una tubería, así, del tirón, como si se eliminasen porque alguien superior ha tirado de la cisterna. No sólo el recuerdo de personas y cosas, sino el recuerdo de hacer y decir, de hablar y pensar, de forma que en esos últimos minutos previos, nuestras reflexiones estarán dirigidas por otros parámetros distintos a los aprendidos. Quizá el instinto tomará de nuevo las riendas, como ocurre cuando nacemos, pero aún conservaremos una forma desconocida y a la vez conocida, de interactuar con nosotros mismos y nuestro ambiente. Llegaremos preparados para ver el túnel, para introducirnos en él y otear, si es que la hubiese, la luz al final del mismo. No tendremos miedo, pues el miedo se habrá ido con el recuerdo por aquel desagüe por el que se verterá toda nuestra experiencia vital.

Estaremos tumbados en una cama, sin ver ni oír a la gente alrededor nuestra, pero percibiéndola, sabiendo que continúan allí, sintiendo su presencia. Notaremos un reloj interno, el reloj biológico, dando sus últimas pulsaciones, tic, tac, tic, tac. Nos prepararemos, sin saberlo, para lo inevitable. El momento llegará, divisaremos el túnel, andaremos por él, por aquel lugar completamente oscuro. No podremos saber si estaremos realmente allí, no podremos comprobar científicamente nuestra presencia, pues la oscuridad impedirá vernos, y tampoco podremos oírnos, olernos, saborearnos ni se nos ocurriría tocarnos. Avanzaremos por un largo camino, un camino extenuante y negro, hasta que al fin, en el horizonte, al fondo, empezaremos a vislumbrar una luz que se irá haciendo más grande y comenzará a inundarlo todo. Nos sorprenderemos de que al final fuese cierto que en los últimos momentos se ve una luz al final del túnel, ¿quién habría vuelto de allí para contarlo? 

No seremos conscientes de dar pasos, de estar en movimiento, pero realmente lo estaremos, nos desplazaremos, pues la luz se hará cada vez más grande, aunque será un tipo de acercamiento distinto, sin utilizar las piernas, como estando suspendido en el aire, siendo arrastrados, atraídos quizás por la gravedad de aquella luz cada vez más potente. Nuestras fuerzas nos habrán abandonado por completo, pero aún seguiremos en pie. La luz acabará llenando todo el espacio en el que nos encontraremos, una luz intensa, la más intensa que habremos visto jamás, una luz que tampoco nos permitirá ver nuestro cuerpo, pues todo lo que podremos percibir será blanco. Un blanco cegador. Un blanco ahogador. Y ese será nuestro último recuerdo, el último concepto que ocupará nuestros pensamientos. Blanco. 

En ese momento una herramienta que habíamos tenido encerrada en nuestro cerebro, en los límites de lo físico, tomará el control. La Imaginación se hará con los mandos de nuestra nave, y podremos llevar a cabo todas nuestras ilusiones, nuestras expectativas, nuestras utopías. Desaparecerán las leyes físicas, esas que nos anclan al mundo real: la gravedad, la atracción de los cuerpos, la velocidad, las teorías matemáticas, etc. Lo imposible dejará de existir, porque nosotros escribiremos el guión de nuestra vida y nuestro entorno. Dos más dos podrán ser cinco, tirar una manzana al aire podrá suponer que siga ascendiendo eternamente, viajar a las estrellas será viable incluso andando. No existirá el “no se puede”, nadie podrá sonreír con aires de superioridad y decir “eso es imposible”, ninguna persona podrá decirte que dejes de pensar en algo irrealizable, nadie te impedirá VOLAR. La Imaginación vencerá a todo, y solo entonces podremos descubrir el verdadero significado de la Felicidad.


viernes, 6 de julio de 2018

Ya después iremos viendo



La teoría de la Relatividad dice a muy grandes rasgos que las leyes físicas se transforman cuando se cambia el sistema de referencia. Yo no sabía que las teorías se veían, pero lo cierto es que la he visto actuar, a esta teoría, durante todo el año y sobre todo las últimas semanas. He visto cómo las dimensiones cambian, cómo el espacio y el tiempo no son absolutos, sino relativos. Cómo una distancia de diez metros se transforma en diez mil, y cómo un tiempo de cinco minutos se transforman en treinta. He visto cómo una actividad simple, rápida, se transforma en compleja y lentísima, y en definitiva he visto cómo lo habitual se transforma en imposible. Y todo por el cambio en el sistema de referencia. El mío, yo mismo, un sistema de referencia con disponibilidad de oxígeno en mis pulmones sigue respetando las leyes físicas habituales. Un segundo para el resto es más o menos un segundo para mí, un metro para el resto es más o menos un metro para mí. Aunque sea Durio y el gen Durio nos haga un poquito más lentos, lo acepto. Pero si cambiamos el sistema de referencia, y le vamos quitando capacidad pulmonar, y le ponemos toses recurrentes, y el oxígeno llega cada vez con más dificultad a la sangre y de ahí menos a los órganos, el sistema de referencia cambia, y con ello las leyes físicas. Los metros ya no son metros, ni los segundos, segundos. Ahora el metro se alarga, primero son dos, después cuatro, después dieciséis, y así en progresión geométrica cada día las distancias se van convirtiendo de cercanas a lejanas, de un pequeño paseo a un maratón. Y el tiempo, el tiempo también se alarga, en la misma o en mayor proporción. Lo que antes se tardaba un segundo ahora se tardan dos, y con el paso de las horas y los días, pasa a ser cuatro, o dieciséis, o doscientos cincuenta y seis. Lo que se hacía en cinco minutos pasan a ser treinta. La casa se hace más grande, como un campo de futbol, y ya ir a la cocina es como llegar a la otra portería.


Y todo por el oxígeno. Una partícula minúscula que es capaz de producir tanta energía para hacer tantas cosas, y que su defecto hace que ese tiempo y espacio se expanda hasta niveles infinitos. Ahora aprecio muchísimo los movimientos, los míos propios. Estoy sentado y me levanto, y no me pasa nada, y lo hago en un segundo, pero para él lo era todo, y lo hacía en minutos, con sufrimiento máximo. Es la misma cosa, levantarse, pero es distinta cosa para los dos. Yo tengo oxígeno, y él no. Puta mierda de la química, por una cosa tan pequeña. Para mí no era importante, no pensaba en ello, el oxígeno era como el agua para un pez, no me daba ni cuenta. Ya lo dijo Foster Wallace, cuando contaba el chiste de los peces, en el que un pez le pregunta a otro cómo está el agua, y el otro responde “”¿qué agua?”. Para mi padre de repente el oxígeno, esa agua para el pez, pasó a ser algo.

Yo tengo sed y cojo un vaso lo lleno de agua y lo bebo. Él no podía coger la botella y hasta sostener el vaso era un suplicio, e incluso sorber por la pajita era comparable a cuando yo salgo a correr diez kilómetros. Los centímetros se hacen inmensos, los segundos eternos. El simple hecho de respirar se vuelve un martirio, como si fuese un émbolo antiguo que no sube y baja bien, que roza por todas partes y chirría y hace que requiera un esfuerzo mayor para moverlo. Ahora sé de qué murió el rey malo de Braveheart, ese cabroncete que escuchaba de boca de Sophie Marceau que su nieto realmente no sería su nieto sino el hijo de William Wallace. ¿Os acordáis cómo sonaban sus pulmones? Pues eso es la fibrosis pulmonar. Ya no es un movimiento inconsciente, sino que requiere de toda la consciencia, de unas órdenes expresas del cerebro que le ordena a unos pulmones gamberros que se muevan como es debido. Y esos pulmones acaban moviéndose, pero produciendo un ruido incesante, una sensación de agobio extrema. Cada inspiración es un mundo, una lucha continua contra lo imposible. Pues imposible se vuelve una palabra cada vez más cercana. Como cuando en una carretera recta es ya visible al fondo una gasolinera. Como esa carretera recta de Tarifa en la que unos días antes de su boda estuvo a punto de dejarse la vida y estas palabras nunca habrían sido escritas. Pues así va estando la palabra “imposible” cada vez más cerca. Era posible pasear, hasta que fue imposible; era posible hacer labores de casa, hasta que fue imposible; era posible hablar sin toser ni ahogarse, hasta que fue imposible; era posible comer con regularidad y ganas y sin problemas de atragantamiento, hasta que fue imposible; era posible sorber por una cañita, hasta que fue imposible. Ha sido una batalla descompensada entre él e Imposible.  Mientras observo cómo se expande tan poco su pecho con cada respiración y soy consciente de cómo ese puto Imposible va adueñándose de él, recuerdo que esos mismos pulmones le hicieron moverse con rapidez y sin descanso a recoger la mesa y fregar los platos, a tender, a ordenar la casa, a preparar viajes, a ir, en ellos, de aquí para allá, un museo, una estación, un tren, un hotel, un paisaje, un monumento, vamos que no llegamos, corred que cierran, tanto cuando todo era en blanco y negro como en color. A tener miles de motivaciones y proyectos siempre con nosotros. En definitiva a estar en TODO y CON TODOS.  


Lo Imposible terminó con eso. Lo Imposible es muy poderoso, es tremendamente fuerte, y mi papá no pudo, ni sólo ni con nuestra ayuda, vencer al gigante. No pudo frenar la expropiación injusta de sus cuatro dimensiones, haciéndoselas inabarcables. Anchura, altura, profundidad y tiempo, todo se alargó, de todas se adueñó lo Imposible.

Y la situación se complica ahora con un nuevo factor que entra en juego, la Pena. La Penita de ver cómo eso ocurría, cómo no se podía hacer nada. El oxígeno deja de inundar sus pulmones, las fuerzas decaen, las dimensiones se hacen más grandes y la Pena aumenta hasta niveles estratosféricos. Esa Pena te hace pensar cosas absurdas. “Puto Imposible, ven a mí, enfréntate conmigo y deja a mi padre en paz, cobarde. Ven aquí que te vas a enterar de lo que vale un peine”. Cosas en las que, dentro de la absurdidad, incluyo algo de coherencia: “Quizás necesite ayuda cuando tenga delante a lo Imposible. Bueno, yo lo cojo por detrás, le agarro por los brazos y le digo a mis hermanos que le peguen con todas sus fuerzas en el estómago. Como parece muy fuerte se lo diré también a mis primos. Como creo que el cabrón es fortísimo, se lo diré a todos mis amigos. Pegad fuerte, tumbémoslo. Venga, al carajo, Imposible”. Y en eso pienso cuando miro de reojo hacia atrás en el funeral. “Con toda esta gente habríamos podido ganarle, lástima que no se me ocurriera antes”. Pero ante todas estas absurdeces hay una única pregunta que hace que se adueñe del cerebro. Esa pregunta lleva repitiéndose desde hace dos años sólo que ahora se ha transformado, como decía la Relatividad al cambiar el sistema de referencia, pasando de “¿qué pasará cuando?” al “¿y ahora qué?”.  

Y ahora qué.

Yo he hablado con ella, con la Pena, la única que queda tras le victoria de lo Imposible, y he calculado que sólo tendrán que pasar 50 millones de años hasta que logre superarla, así que nos hemos dado la mano como si hubiésemos cerrado un pacto. Durante todo ese tiempo te mantendré, papá, en mi cabeza. Seguiré esa dirección que nos señalas. Ya después iremos viendo.