Cómo es opositar a profesor de secundaria

 

“Mi primera convocatoria fue en 2006”, escucho a un joven de unos 45-50 años decirle a una chica de veintitantos. Ambos esperan junto a otros muchos a las puertas del IES Miguel Servet en Sevilla a que comience el acto de presentación de las oposiciones a profesorado de Secundaria que se realizan este fin de semana en toda Andalucía.

    En septiembre de 2019 comencé a estudiar esta oposición con un preparador. Durante los tres primeros meses compaginé los estudios con el trabajo, y en enero de 2020 dejé mi trabajo para dedicarme los últimos seis meses en exclusiva a estudiar. Estaba motivado y aunque tenía claro que el objetivo era muy complicado, que se presentaba muchísima gente para una especialidad, Biología y Geología, para la que siempre había pocas plazas, tuve la desfachatez de creer en mí mismo. Y entonces llegó marzo y suspendieron la oposición, sospecho que imaginaréis por qué, y me dejaron en bragas, claro, y se me vino todo abajo, como a mucha gente, y pasó el tiempo y sobrevivimos a este famoso año pandémico. O no.

    En el acto de presentación se cumplen escrupulosamente las medidas de sanidad relacionadas con el COVID. Entramos más o menos de uno en uno y nos colocamos, con distancia, en el patio del Instituto. Allí van pasando lista, y cada vez que dicen un nombre, la persona nombrada dice presente y se dirige al interior, al pabellón, donde será el acto.

    Si a una oposición le quitas el tiempo invertido estudiando, el hecho de estar fuera de circulación durante los años que tardes en preparártelas, las tardes que tus amigos salieron y tú no, o que tu novia fue de viaje y tú no, o que tu familia se reunió y tú no, o que el sol salió y se puso y tú no lo viste, o que tu gente se casó, o celebró su cumpleaños, o se relió un finde, o se fue al campo o a la playa o a la calle y tú no, si le quitas el tiempo en que la felicidad ajena se expandió sin que la tuya pudiera hacerlo, ya fuese porque tuvieses que estudiar en esos momentos, o porque aunque coincidiese con tu momento de descanso no vieras acertado divertirte tanto porque si no crecería el sentimiento de culpa interno de no estar estudiando, o porque debido a que dejaste de trabajar para estudiar no tienes mucho dinero para gastar, si le quitas todo eso, decía, la oposición resulta un proceso ideal para realizar un buen estudio sociológico.

    Así, a mi espalda escucho a unas chicas hablar mucho, como si la seriedad del momento y el aparente silencio exigido en la espera a que te nombren fuese imposible de mantener y necesitasen soltar lastre, decir cosas sin importancia. Y es que la vida era eso, hacer cosas sin importancia, pero tú lo has olvidado, porque piensas que estás metido en algo muy importante, le has dado la categoría de importancia máxima, al nivel de muerte de un familiar, y quien ha estudiado y estado encerrado durante mucho tiempo y se va a jugar su futuro a un único momento que ya por fin llega no tiene otra forma de gestionarlo que hablando de cosas sin importancia sin parar, porque su límite de “importancias” ya se ha sobrepasado y ahora no sabe cómo gestionar la vida, los asuntos más triviales, y habla, y habla, y habla sin parar. Por este mismo motivo también se oyen bromas y risas incontroladas, como si ahora hubiésemos llegado a la conclusión de que lo que hemos hecho el último año o los últimos años no fuese importante cuando le hemos dado la importancia máxima, como si estuviésemos redescubriendo lo bonito y fácil que era simplemente charlar. Y lo descubrimos ahora, después de tanto tiempo pensando lo contrario. Un lío cerebral enorme y todo porque nos hemos olvidado ya cómo era eso de socializar con tanto tiempo encerrados. ¿Cómo enseñaremos a nuestros alumnos si sacamos la plaza después de este proceso que te destroza por dentro y en el que entre otras cosas se te olvida cómo tratar al resto?

    Pero también se detecta concentración en otros muchos, una actitud casi profesional, como los asesinos en serie de las películas, como el señor Lobo de Pulp Fiction: hagamos esto rápido, que no haya heridos. Hagamos el puto examen que me ha traído por la calle de la amargura y vayámonos de aquí, no quiero saber nada de esto, de este año, de estos años, de este mundo.

    E incluso se puede apreciar la actitud pasota de alguna otra gente, que no tiene que significar necesariamente que no se hayan preparado la oposición y vayan con actitud de no tener nada que perder, sino que, seguramente por la experiencia en presentarse sin éxito en muchas convocatorias se han convertido en verdaderos sabios, del tipo “esto es tan sólo un examen. Incluso si me sale bien, dependo de tantos otros factores que no están en mi mano que para qué coño me voy a preocupar. Haré lo que pueda y que salga el sol por Antequera, que además sería un destino que me podría tocar si me saco la plaza”.

    Y por último están los nerviosos callados, que no tratan de mostrarlo pero no pueden evitar que se les note. No hablan con nadie, les ves la mirada de preocupación casi perdida. Incluso con las mascarillas puedes adivinar cierto tembleque en el rostro, en el cuerpo, y podrías llegar a deducir cuánto esfuerzo le ha costado llegar a este momento, cuánto se juega, cuántas ilusiones y esperanzas puestas, cuánto dolor si no hay éxito.

    Tras la suspensión de la convocatoria anterior, que me supuso un cierto shock, fui conduciendo mi vida hacia donde podía, con otros trabajos y otras historias, y de alguna forma decidí que opositar no estaba hecho para mí: para meterte en esto tienes que querer muchísimo ser la profesión a la que aspiras, y yo no quería ser tanto profesor como para el esfuerzo extremo, el desgaste físico y mental y los años que me supondrían sacar la plaza. Sin duda es una pena, porque de verdad pienso que no sería mal profesor, pero la vida es así, y es mejor esto que morirse, como bien dijo esa maravillosa niña de la mascarilla. No obstante, como había estudiado seis meses en la anterior convocatoria, unos 22 temas y las prácticas, decidí en el momento que salió la convocatoria de este año apuntarme también y probar suerte.

    Así que entre candidatos habladores, de risa descontrolada, de pasotas, de señores Lobo y de nerviosas y nerviosos máximas, escucho por fin mi nombre para que me dirija al pabellón y debo confesar que comienzo a sentir inquietud también, como si de verdad me hubiese preparado mucho esta vez, como si viese al resto no como personas sino como adversarios, como si tuviese alguna oportunidad de conseguir una de esas ansiadas plazas. Es curioso este mundo del si te esfuerzas obtendrás tu recompensa cómo nos ha educado para sentir la competición en nuestro interior en cada situación. Yo tengo que ser mejor que tú, tengo que quedar por encima de ti, tengo que demostrar que valgo, verás como puedo… ¡a qué destino más cruel nos dirige este sistema! ¿Qué relación existe entre extraerte de la sociedad durante uno, dos, cinco o diez años o más para preparar un examen con preguntas de memorización máxima esperando que alguien te puntúe con unas décimas más que otros candidatos de manera que quedes en lo alto de una tabla, y tu capacidad para hacer de un adolescente alguien motivado en aprender, en solucionar los problemas por sí mismo y en vivir con empatía hacia el resto del mundo? ¿Qué relación existe, por Dios?

    Comienza la presentación y nos explican las normas: que no se pueden llevar relojes inteligentes, ni audífonos, ni se puede comer durante las al menos cinco horas y media que dura el proceso, las botellas de agua deben ir sin etiquetas, se nos darán 10 folios pero podremos pedir más, a las 7.20 se abrirán las puertas,  hay que permanecer al menos una hora en el aula antes de poder salir, se puede llevar escuadra y cartabón pero no regla, etc… Tras unas cuantas recomendaciones para el examen del día siguiente y varias preguntas de los candidatos, el proceso de presentación finaliza y mi sensación competitiva llega al clímax. “Quizás yo podría hacer un papel digno, aunque no haya estudiado mucho esta vez. Si me cae el tema 50, o el 63 igual tengo alguna opción…”.

    Conozco a opositoras que se han preparado a conciencia este año y puedo aseguraros que el día y la noche antes del examen es lo más cercano a la muerte que pueda existir en nuestro primer mundo. Todas las dudas que relataba anteriormente sobre el tiempo invertido y la importancia del momento se concentran en la mente, el corazón y el estómago. Durante muchos meses o años has vivido con el cuerpo yendo más rápido que la mente, con horarios interminables y estrictos que casi no te permiten dedicar tiempo a comer y a hacer tus necesidades más básicas, a cuidarte, a descansar, a hacer lo que de verdad querrías hacer, y de alguna manera ocurre como si tu cuerpo se diese cuenta en ese momento de que él está ahí pero tu mente no, ella aún no ha llegado. Y temes que no llegue para el examen. Y ahí está el horror, el horror, que decía Conrad. Si tu mente no llega al examen no hay nada que hacer y todo el esfuerzo habrá sido en vano. Aunque tu cuerpo llegue a las 7.20 y le quites la etiqueta a la botella de agua y no lleves audífono ni regla ni reloj inteligente.

    Pero como el tiempo es inevitable y va hacia adelante aunque no quieras, éste acaba pasando y de repente te plantas en el mismo día del examen. Ahí todo es más gore, pues no sólo ves a la gente que pertenece a tu mismo tribunal sino que en la misma sede están todos los tribunales de Sevilla de la especialidad a la que aspiras e incluso gente de otras especialidades. A mí me tocó en el campus de Reina Mercedes y fue como revivir, más de veinte años después, mi primer día en la Facultad. Porque yo también soy un joven, de 41 años esta vez, que oposita. Porque este es el destino de las generaciones a las que la constatación de la imposibilidad de dedicarse profesionalmente a la investigación científica en España una vez terminada la carrera golpeó primero, Lehman Brothers y la crisis de 2008 remató después  y el coronavirus ahora, cuando algunos comenzaban a resucitar, enterró finalmente.

    Los nervios crecen de manera exponencial al ver a tanta gente. “¿Pero en qué cabeza cabe que alguna vez en la vida hubiese pensado yo que voy a quedar entre los diez o quince primeros de toda esta gente?”. Qué sistema más loco. Sudores fríos. Soy gilipollas.

    En la extraordinaria e impactante novela de Jean-François Steiner, Treblinka, cuenta entre otras cosas el papel de los Sonderkommando, unos comandos especiales formados en los campos de concentración por prisioneros judíos, que prácticamente no tenían más opción que aceptar eso o morir, y que eran quienes ayudaban a los nazis a introducir a los demás judíos a las cámaras de gas. No quiero frivolizar con este tema, pero lo cierto es que allí, entrando al edificio, al ver a los profesores que forman parte de la organización de las oposiciones y del tribunal, viendo cómo nos trataban amablemente indicando hacia dónde teníamos que ir, mostrando sonrisas deducibles tras las mascarillas, e incluso dándonos ánimos en algunos cruces, me acordé de los Sonderkommando, pues estos profesores saben lo que vamos a hacer, saben el camino que hemos recorrido hasta llegar aquí, el año, o los años, dedicados a esto, las renuncias, los esfuerzos, las consecuencias, los fracasos. Los han vivido, los han experimentado. Y sabiendo eso, nos están dirigiendo a las cámaras de gas. En mi imaginario pienso en un futuro posible en el que unos cuantos funcionarios ya asentados y que sufrieron en su tiempo el mismo proceso que muchos estamos llevando a cabo ahora, en lugar de colaborar con el sistema se movilizasen desde el interior y tratasen de acabar con esta forma extenuante de selección, que extermina la capacidad creativa, que degenera las neuronas, que no tiene relación alguna con el posterior desempeño de la función, que supone la rotura de la persona antes de su primer día de trabajo. Gente que no tuviese necesidad de hacerlo pues ya ha conseguido su estabilidad laboral, ya superaron la prueba, pero que aún así decidiesen luchar por el bien común, porque esa tortura que tuvieron que pasar no la tuviese que pasar nadie más en la vida. No sé que otro sistema de selección podrían inventar, pero estoy seguro que otro más justo y sano es posible.

    Llego a la clase y me toca en primera fila, primera putada. Tengo la pizarra delante y un reloj grande que hace ese ruidito de tic-toc-tic-toc que se te mete en la cabeza y lo ocupa todo. Segunda putada.

    Hay muchas cosas jodidas en el día de la oposición, y una de ellas es la espera. A las 7.45 estaba ya mirando el reloj, sentado frente a la pizarra. Hasta las 8.48 no comenzó el examen. Una hora de procedimientos en la que se pasa lista, se cuenta qué va a suceder, se hace el sorteo de temas, te incluyen en un mapita de la clase para tenerte ubicado en caso de que haya algún covid, y se está en silencio mirando a la nada (bueno, yo a la pizarra). Una hora de trámites que se van haciendo entre el interior y el exterior del aula y que es muy útil para, si se da el caso de que hayas llegado tranquilo y relajado al examen, te conviertas en un manojo de nervios en el que a falta de la comida que no te puedes comer pues está prohibido puedas deglutir y vomitar internamente todas tus entrañas. Gracias, burocracia, por hacernos la vida más fácil.

    Durante esa hora dio tiempo para escuchar el sorteo de las bolas que se estaba realizando en otra aula y para ilusionarme pues aunque no había estudiado mucho sí que los últimos días volví a coger los apuntes y a repasar alguno de los temas que preparé el año pasado por si acaso al menos algo podía escribir. Estaba dispuesto a creer en Dios si caía alguno de esos temas. Y de repente lo escuchaba, tema 63, ¡la genética mendeliana! ¡Dios existe! Comencé a imaginar en mi cabeza el desarrollo del tema, y pensé que si conseguía hacer un papel medio digno en las prácticas igual sonaba la campana y pasaba a la siguiente fase.

    Ya estaba pensando una nueva vida de creyente yendo los domingos a misa a agradecerle al Señor su infinita benevolencia, cuando llegaron el presidente y el secretario de nuestro tribunal a decirnos el resultado del sorteo. No, no había sido el que habíamos escuchado por la ventana, ese era de otro tribunal. Los nuestros eran otros temas. En el mismo edificio donde estábamos todos los tribunales de esta especialidad no teníamos los mismos temas, sino que cada tribunal hacía un sorteo distinto. La gente que aspira al mismo puesto, que está en la misma ciudad y mismo edificio, responden a distintas preguntas. No puedo llegar a comprenderlo, pero la vida es así, no la he inventado yo. Mi tema 63 se fue al carajo. Por el contrario, tocaron el 5, 32, 35, 36 y 58. Rocas metamórficas, plantas y hongos principalmente, ninguno de los que me estudié el año pasado. Con 22 temas estudiados en esta oposición te garantizas un 84,86% de que salga al menos uno de esos temas. Pues bien, yo tuve la suerte del 15,14% de que no saliese ninguno. En el tribunal de al lado habría gente feliz haciendo la genética mendeliana y yo me quedo frente a la pizarra confirmando que Dios no existe.

    Esta es sólo la primera parte de la oposición. Quienes aprueben pasarán a la segunda, en la que expondrán su programación didáctica y las unidades ante el tribunal, en otro evento de máxima competitividad y de extrema generación de nervios y degradación física y mental. Tras un proceso de desconexión social de uno, dos, cinco o diez años de vida dedicada a trabajar y estudiar en el caso de que no te puedas permitir el lujo de dedicarte en exclusiva a la oposición, de machaque brutal de neuronas estudiando de forma memorística completamente distinta a como cuando te saques la plaza deberías enseñar a tus alumnos, y de generación y autogeneración extraordinaria de culpas y de inseguridades vitales, puede que logres tu objetivo, que seas profe, y que te destinen a la otra punta de Andalucía y que la perspectiva sea que no vuelvas al lugar en el que tienes planificada tu vida o en la que quieras planificarla hasta que pasen muuuuuchos años. Y entonces, a las primeras de cambio, cuando anuncies lo que has logrado, que por fin tienes la plaza y que te han mandado a Pernambuco aún te puede quedar lo más difícil de asimilar: oír al cuñado de turno decir que no te quejes, que qué suerte tienes, que no viven bien ni ná los profesores...

    En fin, que la Fuerza os acompañe, estimados aspirantes que acabaréis sacando plaza así como quienes os quedaréis por el camino. No habéis tenido suerte, no habéis vivido bien, no lo habéis tenido fácil, ni lo vais a tener. Habéis tenido esfuerzo y dedicación total, habéis perdido años de juventud, tiempo de ocio, de familia y de amistades, habéis cedido vida social y personal así como seguridad vital y creencia en uno mismo, se os han debilitado las habilidades mentales y sociales. Mis respetos.


2 comentarios:

  1. Amigo primo, como bien sabes, en la vida siempre serás capaz de encontrar un árbol frondoso para cobijarte, donde los demás solo veríamos una mierda de arbusto sin hojas... Así que, bueno, como dicen en Cuba, donde ambos empezamos a ser viajeros: más p`lante vive gente.

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  2. Será un placer seguir yendo más p'lante con usted, querido viejero, buscando arbustos, árboles o bares con servicios bajo las mesas.

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