Aquí comenzó
todo. Aquí me picó el despiadado insecto. Era el verano de 2006, me encontraba
en Ometepe, la maravillosa isla situada en el lago Nicaragua. Por su húmeda y
frondosa selva avanzaba yo, junto a una inolvidable expedición, admirando los
enormes árboles que se alzaban con una dignidad hasta entonces nunca vista,
seres de troncos finos y poblados de intensas hojas verdes. La cantidad de
materia vegetal que llegaba a mi retina era tan grande que no podía adivinar si
lo que tenía enfrente era una montaña o un conjunto de helechos, plantas y
árboles impresionantes que no dejaban hueco alguno al paso de la luz solar. Los
senderos eran estrechos. Los cantos de pájaros e insectos y la extraordinaria
belleza daban al lugar una sensación de
regreso a 1492, a antes de nuestra llegada, a cuando todo era inocente, cuando
la avaricia de nuestro continente aún no había pervertido a las tierras de
Pocahontas. Allí, mientras un paso daba lugar a otro, mientras el avance se
hacía cada vez más aventurero, mientras el cansancio y el sudor se mezclaban
con la ilusión de estar al fin viviendo lo que había estado buscando durante toda
mi vida, entonces, al girar, la vi. Un sonido intenso de agua cayendo, una
estampa preciosa, la fascinante Cascada de San Ramón. Mientras mis ojos se
abrían y mi boca soltaba palabras de alucinación que no respondían a órdenes
expresas de mi cerebro, iba identificando en aquel paisaje, en aquella
aventura, en aquel estilo de vida, no sólo a una isla, no sólo a la sucursal
del Paraíso que resultaba ser Ometepe y que tan en riesgo está ahora por la
construcción de un maldito Canal Interoceánico que trae consigo la promesa del
jodido dólar que todo lo puede, sino que para mí significaba un insecto, un
mosquito con un potente veneno, el veneno del viajero, que me fue inoculado en
ese preciso instante. Nunca podría dejar de viajar, nunca podría dejar de
interesarme por conocer lugares perdidos que aún mantuviesen la esencia de la
inocencia humana, nunca podría evitar huir de mi lugar de origen cómodo y seguro,
nunca podría sentirme oriundo de un único lugar, nunca podría dejar de reclamar
la Tierra entera y de querer conocer cada rincón de la misma por encima de todo.
Frente a esta cascada, emocionado, lo entendí.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
lunes, 29 de diciembre de 2014
lunes, 15 de diciembre de 2014
Pol Pot y los Jemeres Rojos. Conclusiones.
Estamos
atrapados en un tiempo y un espacio en el que las barbaridades son más sutiles,
escondidas tras el parapeto del desarrollo económico. Vivimos en una época en
la que parece que ya no ocurren, que todo lo malo sucedió en el pasado,
encerrado en la historia como capítulos de un libro que nunca debió ser
escrito.
Pensamos en la
Camboya de Pol Pot tal y como lo hacemos de la Alemania de Hitler o la Rusia de
Stalin, y concluimos que seríamos incapaces de admitir que se repitiesen
semejantes crueldades, que si hubiésemos estado allí, en ese momento, en ese
lugar, habríamos respondido de otra forma a como lo hicieron los que lo
vivieron entonces. Creemos que si algo tiene la Historia es que podemos aprender
de ella. Nosotros no seríamos capaces de apoyar la injusticia, de admitirla, de
permitirla, de ejercerla ni de mirar hacia otro lado. No seríamos capaces de
creernos por encima del otro, de hacernos hueco a costa del contrario, de
desear el mal ajeno ni, por supuesto, de matar a nadie por el simple hecho de
haber nacido distinto. Pensamos eso incluso cuando una breve búsqueda por internet,
o un simple vistazo de algunos periódicos nos mostrarían fácilmente que
parecidas barbaridades están ahora ocurriendo en Palestina, en Siria o en
numerosos países africanos.
Recordamos y
leemos sobre esos tiempos, y todas las crueldades están localizadas con un
nombre, el de una sola persona, ya fuese
Hitler, Stalin o Pol Pot, sin atender a lo verdaderamente importante, y que
tanto se ignora cuando se analizan dichos pasajes de la Historia. La crueldad
no estaba concentrada en ellos tres, por poner esos tres simples ejemplos, sino
repartida en los miles y millones de personas que miraron para otro lado o aceptaron sus ideas, las defendieron y las
impusieron en sus respectivos círculos cercanos, ya fuese a nivel de ejércitos,
de ciudadanos, de amigos o de familiares, normalizando, por habitual, una
situación de auténtica locura en la que la vida valía menos que una pequeña cucharada
de arroz.
Y es que el ser
humano tiene una extraordinaria capacidad para pasar por alto los asuntos que
le obligan a enfrentarse consigo mismo. Por eso siempre prefiere enfrentarse a
los demás. Por eso es capaz de cumplir órdenes tan injustas y crueles como
eliminar sin contemplación a esta mujer y a su hijo.
¿Y si nos
hubiésemos visto tu y yo en esa situación? ¿Habríamos actuado de manera distinta?
miércoles, 3 de diciembre de 2014
Pol Pot y los Jemeres Rojos .“El horror, el horror”
El camino que
seguían los acusados, por tanto, comenzaba en el S21 o Tuol Sleng, donde se
buscaba obtener cualquier tipo de declaración bajo las más crueles torturas, y
terminaba en los Campos de Exterminio o Choeung Ek, donde, finalmente, eran
asesinados y enterrados. Por ambos lugares pasaron hombres y mujeres, así como
jóvenes de entre quince y veinte años acusados por lo mismo: traición al
partido, traición a la patria, traición a los camboyanos, traición al Angkar
(La Organización, como lo denominaban). Jóvenes de la edad en la que en España
estarían empezando a conocer mundo, en Camboya se veían abocados al final de
sus vidas. Pero no sólo esos jóvenes, también los comprendidos entre diez y
quince años eran acusados de lo mismo. Niños que en cualquier barrio de
nuestras ciudades veríamos en las plazas y colegios jugar con la pelota, aquí
eran sometidos a las mismas barbaridades que sus mayores. Pero no sólo ellos,
los de entre cinco y diez años también. Niños de la edad en la que en nuestro
país escriben con ilusión la carta a los Reyes Magos eran sometidos al mismo
proceder.
Hasta dónde
llega el límite de la inconsciencia, hasta dónde seríamos capaces de llegar por
cumplir una orden sin pensar en lo que estamos haciendo, hasta dónde puede
abstraerse el ser humano con la excusa del miedo, de no tener otra alternativa.
Hasta dónde los ejecutores de dichas macabras órdenes, que igual podríamos
llegar a haber sido tú o yo, pueden silenciar su conciencia y llevar a cabo
estas terribles acciones. Pues aún había más. No sólo los de cinco años fueron
ejecutados de la misma forma que los mayores, con un palo en la nuca, sino que
también acabaron con la vida de niños de entre cero y cinco años. Con los más
pequeños no usaron un palo.
Ahora me
encuentro ante un árbol adornado con lazos de diferentes colores, un árbol que
no llamaría la atención de no haber sido “vestido” de esa forma. Me acerco
allí, curioso, con paso lento, con miedo a lo que pueda encontrarme, pero con
las defensas bajas, pues el árbol, desde lejos, parece decorado como para Navidad,
lleno de colores. Nada malo podría anunciar aquello. Sólo cinco segundos de
lectura del cartel y poco menos de un minuto de explicación de la audio guía me
muestran el árbol utilizado para asesinar a los niños que aún no tenían ni edad
de hablar. Eran cogidos por sus piernas y lanzados sin piedad hacia su tronco.
Este árbol tiene
el fatal honor de haber acogido las últimas milésimas de vidas de cientos de
niños. Como dijo Kurtz en El Corazón de
las Tinieblas, de Joseph Conrad, mi cabeza se vio invadida
de una única expresión: “¡El horror!, ¡el horror!”.
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