Recuerdo
el sol luchando contra las densas nubes, tratando de mandar sus poderosos rayos
a una superficie terrestre con tan alto grado de humedad que ahogaba; recuerdo
el agua calentita, de color azul, o más bien cristalina, sus corales, sus
pececitos grandes, medianos y pequeños; recuerdo las tortugas, buceando
tranquilamente en las profundidades, ignorándonos a los que hacíamos snorkel
por su seguridad de que tendríamos que subir a respirar, mientras ella, bajo el
agua, huiría siguiendo su constante
avance subacuático; recuerdo las bangkas
con la que llegaba a las islas, partiendo el mar en dos como si fuese una
cremallera; recuerdo las playas, esas grandes y pequeñas extensiones perdidas y
encontradas, de arena blanca y bichitos pequeños, esas playas en las que podías
imaginar cómo fue la llegada del primer ser humano, qué pudo pensar de la belleza,
qué pudo temer, qué pudo anhelar; recuerdo las puestas de sol, los colores tan
variados de blancos, grises, rojizos, naranjas y rosados que en apenas quince
minutos podías llegar a contemplar; recuerdo la naturaleza desbordante que a
sólo dos pasos de la playa encontrabas a tu disposición: palmeras con cocos,
cánticos de todo tipo de aves y sí, mosquitos; recuerdo las medusas, y una en
concreto que me dejó dibujada el mapa de la India en media pierna; recuerdo que
el viaje son cosas pequeñas, y cosas grandes, son trayectos a veces largos e
incómodos, que te pueden hacer desfallecer si no los procesas bien, pero que,
si eres constante, te proporciona lugares y momentos incomparables. Recuerdo
siempre, en definitiva, y a todas horas cada vez que cierro los ojos, el agua,
la arena, los cocoteros, el agustismo, la música, la soledad y la compañía. Aquí
os dejo un poquito de ellas.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
viernes, 29 de julio de 2016
martes, 12 de julio de 2016
Terrazas de arroz de Hapao
"No te
metas en un coche si no tiene cinturón de seguridad; no entres en un autobús
que sea demasiado antiguo; no se te ocurra subir a un yipni; si ese yipni está
a rebosar, menos aún; no hace falta que te diga que ni de coña contemples la
posibilidad de viajar en lo alto de ese medio de transporte, donde va toda la
carga, y parece tan suelta, y que fácilmente podría caerse, y caerte tú con
ella…”.
Hemos creado
un mundo tan absolutamente previsor que una mínima relajación de las
condiciones de seguridad a las que estamos acostumbrados y que de manera innata
aparecen y se repiten en tu cabeza cuando abandonas tu zona de confort representa
una subida increíble de los niveles de adrenalina en sangre y una sensación
casi olvidada durante el resto del año en la que de verdad experimentas lo que
significa vivir: viento en la cara, agarrarse a cualquier cosa cercana para
evitar caer en las curvas, sentarse incómodamente encima de un hierro que está
a doscientos grados, observar cómo los oriundos hacen esto con absoluta
normalidad, y contemplar mientras tanto uno de los bienes declarado Patrimonio
de la Humanidad más hermosos que has visto, las terrazas de cultivos de arroz,
con un verdor tan intenso que ni las fotografías ni los videos pueden
reflejarlo en su verdadera presentación.
Quizás
estamos llevando demasiado lejos el refrán de más vale prevenir que curar, y
eso nos está alejando de disfrutar de muchas de las fáciles aventuras que tiene
la vida. La previsión aburre, la incertidumbre divierte, y esa es una de las
diferencias fundamentales entre nuestro mundo y el de estos lugares que suelo
visitar. Quizás por eso cuando somos chicos nos divertimos tanto, porque no
miramos las consecuencias al milímetro de nuestros actos, y cuando somos adultos
la cosa empieza a resultar un tostón, porque queremos saber siempre qué ocurrirá
si hacemos tal o cual cosa. Siguiendo esta misma lógica, hemos construido un
mundo occidental adulto, muy aburrido, previsor hasta el límite, y en la otra
parte existe un mundo que no ha abandonado completamente esa actitud que aquí
consideraríamos infantil, no tan preocupada por lo que podría ocurrir si se
cumpliese el 1% de probabilidades que tienen las cosas de salir mal.
Prevenir
es curar, es posible que tengan razón, pero la excesiva prevención convierte la
vida en un auténtico coñazo. El ser humano necesitaría, para sobrevivir a este
mundo ordenado y estresado en el que
solemos transitar, un leve (o no tan leve) proceso de “desprevenización”, que
facilite la ocurrencia de cosas imprevistas que nos supongan retos. Porque la
costumbre deprime y los nuevos retos alegran.
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