El cuerpo se irá
primero. Las fuerzas descenderán hasta límites inasumibles de manera que ni los
brazos ni las piernas podrán ser movidos. Los párpados caerán como cuando
tienes mucho sueño, las pulsaciones se irán distanciando y los pulmones se
expandirán cada vez con mayor dificultad. Las ideas nos abandonarán, como si el
recuerdo saliese por una tubería, así, del tirón, como si se eliminasen porque
alguien superior ha tirado de la cisterna. No sólo el recuerdo de personas y
cosas, sino el recuerdo de hacer y decir, de hablar y pensar, de forma que en esos
últimos minutos previos, nuestras reflexiones estarán dirigidas por otros
parámetros distintos a los aprendidos. Quizá el instinto tomará de nuevo las
riendas, como ocurre cuando nacemos, pero aún conservaremos una forma
desconocida y a la vez conocida, de interactuar con nosotros mismos y nuestro
ambiente. Llegaremos preparados para ver el túnel, para introducirnos en él y
otear, si es que la hubiese, la luz al final del mismo. No tendremos miedo,
pues el miedo se habrá ido con el recuerdo por aquel desagüe por el que se verterá
toda nuestra experiencia vital.
Estaremos
tumbados en una cama, sin ver ni oír a la gente alrededor nuestra, pero percibiéndola,
sabiendo que continúan allí, sintiendo su presencia. Notaremos un reloj
interno, el reloj biológico, dando sus últimas pulsaciones, tic, tac, tic, tac.
Nos prepararemos, sin saberlo, para lo inevitable. El momento llegará,
divisaremos el túnel, andaremos por él, por aquel lugar completamente oscuro.
No podremos saber si estaremos realmente allí, no podremos comprobar científicamente
nuestra presencia, pues la oscuridad impedirá vernos, y tampoco podremos
oírnos, olernos, saborearnos ni se nos ocurriría tocarnos. Avanzaremos por un
largo camino, un camino extenuante y negro, hasta que al fin, en el horizonte,
al fondo, empezaremos a vislumbrar una luz que se irá haciendo más grande y comenzará
a inundarlo todo. Nos sorprenderemos de que al final fuese cierto que en los
últimos momentos se ve una luz al final del túnel, ¿quién habría vuelto de allí
para contarlo?
No seremos
conscientes de dar pasos, de estar en movimiento, pero realmente lo estaremos,
nos desplazaremos, pues la luz se hará cada vez más grande, aunque será un tipo
de acercamiento distinto, sin utilizar las piernas, como estando suspendido en
el aire, siendo arrastrados, atraídos quizás por la gravedad de aquella luz
cada vez más potente. Nuestras fuerzas nos habrán abandonado por completo, pero
aún seguiremos en pie. La luz acabará llenando todo el espacio en el que nos
encontraremos, una luz intensa, la más intensa que habremos visto jamás, una
luz que tampoco nos permitirá ver nuestro cuerpo, pues todo lo que podremos
percibir será blanco. Un blanco cegador. Un blanco ahogador. Y ese será nuestro
último recuerdo, el último concepto que ocupará nuestros pensamientos. Blanco.
En
ese momento una herramienta que habíamos tenido encerrada en nuestro cerebro,
en los límites de lo físico, tomará el control. La Imaginación se hará con los
mandos de nuestra nave, y podremos llevar a cabo todas nuestras ilusiones, nuestras
expectativas, nuestras utopías. Desaparecerán las leyes físicas, esas que nos
anclan al mundo real: la gravedad, la atracción de los cuerpos, la velocidad,
las teorías matemáticas, etc. Lo imposible dejará de existir, porque nosotros
escribiremos el guión de nuestra vida y nuestro entorno. Dos más dos podrán ser
cinco, tirar una manzana al aire podrá suponer que siga ascendiendo
eternamente, viajar a las estrellas será viable incluso andando. No existirá el
“no se puede”, nadie podrá sonreír con aires de superioridad y decir “eso es
imposible”, ninguna persona podrá decirte que dejes de pensar en algo
irrealizable, nadie te impedirá VOLAR. La Imaginación vencerá a todo, y solo entonces
podremos descubrir el verdadero significado de la Felicidad.