Hace poco me
regalaron un maravilloso mapa del mundo, uno en el que podías rascar y señalar
así los países en los que había estado, como en los premios esos que había
cuando era chico en los paquetes de patatas de rasca y gana. Para mi ego
viajero resultó desastroso. En mi insolencia había creído estar en medio mundo,
y cuando terminé de rascar y quedarme con el mapa entero, visualizando países
visitados con los que me quedaban por ver, la balanza estaba tan desequilibrada
que se me bajaron rápidamente los humos, me quedé reducido, viéndome como el
Increíble Hombre Menguante, cada vez más pequeño ante un mundo enorme, como si
hubiese disminuido de tamaño hasta una escala proporcional al mapa que tenía
delante. La Tierra me parecía inabarcable, pero entonces me acordé de otro
momento en que me sentí igual, aquel campo de gramíneas en Tafraute, Marruecos,
de la grandeza de rocas y montañas del Antiatlas
que tuve enfrente y que ya me provocó una sensación parecida, de no poder
abarcarlo, y me empequeñecí hasta tal punto que veía a las pequeñas gramíneas
como un auténtico campo de cereales. Y entonces, al recordar aquello, pude
cambiar mi punto de vista de la situación. Si no había estado en ningún sitio,
significaba que me quedaba la mayor parte de los lugares por ver, y eso molaba.
Empecé a pensar en esas frases sobre la felicidad, aquello de que no está en el
destino sino en el camino, así que mi nueva situación me permitiría seguir
caminando y disfrutando de aquella felicidad. Podría permanecer viajando
eternamente, pues siempre me quedarían lugares por ver, y así ir creciendo y
alejándome de mi menguado estado, como si el simple hecho de conocer me fuese
proporcionando centímetros de altura
hasta llegar a la que tuve antes de ver el mapa. Me movería por los caminos que quería recorrer, aquellos que quería conservar
como ese fascinante campo en mi memoria, y evitar que nadie lo tocase, que
nadie lo perturbase, como si yo fuese un guardián del mismo, como si fuese su
Guardián entre el Centeno.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
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