Llegamos a Puri,
en el estado de Orissa, y allí andamos por un pueblo entero asentado en la
playa. Casas de caña y otras hechas en las propias barquitas que durante el día
son utilizadas para pescar, pero por la noche sirven, aparcadas en la arena del
revés, de aislante perfecto a las posibles inclemencias nocturnas, que dan
lugar a calles y callejones en lo que correspondería a la simple arena de
playa, lo que sería territorio exclusivo de sombrillas, toallas y chiringuitos
en nuestras costas. Grupos de pescadores que van y vienen del agua, cañas de
pesca y redes antiguas en las manos, con agujeros por los que seguro que se
escapan los especímenes más pequeños. Los servicios están en la orilla del mar,
son sin puertas, sin paredes, son al aire libre, y allí, en fila, vemos sin
querer ver a algunos agachados haciendo lo que sólo cada uno puede hacer.
Percibimos una división por géneros, los hombres por un lado, peleando con la
entrada y salida de barquitas, pasándose los artilugios de pesca, gritándose y
avisándose entre ellos de esa ola que viene por allí; y las mujeres por otra,
ocupadas en arreglar las redes, intercambiando o vendiendo el pescado que han
pescado sus maridos, u ocupándose de los niños. El mar está embravecido, y sólo
unos pocos se atreven a adentrarse con sus barcas, volviendo al poco tiempo al
comprobar que sería una temeridad salir hoy a pescar. La playa aquí no es
utilizada como lo es en mi país, no pasa el cocacolero,
ni el de las patatas, no hay nadie tumbado tomando el sol, nadie juega a las
palas ni al futbol. Aquí la playa es la representación de la forma más ancestral
de vida, como si nosotros fuésemos incultos conquistadores que llegan a este
nuevo mundo primigenio buscando cosas, y no encuentran nada, sin entender que
estas personas, con nada, hacen un montón de cosas. Se trata de un lugar que
aprovecha la cercanía de la costa como frontera entre agua y tierra que
proporciona alimentos frescos sin necesidad de un supermercado, como si el mar
no fuese sólo mar, sino la nevera de la casa, que cada día abren preguntándose qué
podrán obtener de ella. En esta civilización la gente anda con un paso
distinto, más seguro, más pausado, como si con cada pisada estuviesen sintiendo
el corazón de la misma Tierra que se transmite a través de la arena de la playa
por la que andan descalzos. Yo los miro y me siento inferior, más pequeño, un
pardillo, como si no conociese el secreto de la vida que ellos dominan a la
perfección, ese secreto que esta mujer parece llevar tan tranquilamente en su
cesto.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
miércoles, 23 de abril de 2014
miércoles, 9 de abril de 2014
Colores
Blanco, azul,
verde, rojo, amarillo, marrón, celeste, dorado, plateado, negro, oxidado,
naranja… me faltan nombres de colores para describir el interior del autobús en
el que me encuentro sumergido. Colores que hacen representar en mi cabeza conceptos
como “vida” y “alegría”. Así es Malí, una mezcla de tonos que hermosamente se
junta con el ébano de sus pieles. El coche da saltos al intentar sortear sin
éxito los baches del camino de tierra por el que transitamos, los
amortiguadores creo que hace tiempo que dejaron de funcionar, las ventanas
están abiertas dejando pasar el aire cálido del exterior, las cortinas se
mueven de un lado a otro, el silencio inunda el interior, a pesar de que no
estamos solos (sabemos lo que queremos), de que todos los asientos están
ocupados, e incluso lo que no son asientos. Desde mi privilegiada posición en
el gallinero, me admira la visión que tengo enfrente, como si fuera arte en movimiento,
un montón de cuerpos y cabezas, la mayoría adornadas con telas enrolladas al
estilo africano, que se mueven a un lado y a otro en silencio, al vaivén del
autobús, mirando hacia adelante, expectantes ante el trayecto que nos queda por
hacer, y las contemplo como si esas personas hubiesen dejado de serlo, como si
sus movimientos dibujasen trazos de un pincel que va empañando mi horizonte de
colores. Me gusta. Me hace sentir bien. Y entonces es cuando entiendo el
mensaje del cuadro que ha conseguido dibujar el autor desconocido: la frontera
que separa el blanco y el negro solo puede atravesarse con color.
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