miércoles, 23 de abril de 2014

Un pueblo en la playa de Puri



Llegamos a Puri, en el estado de Orissa, y allí andamos por un pueblo entero asentado en la playa. Casas de caña y otras hechas en las propias barquitas que durante el día son utilizadas para pescar, pero por la noche sirven, aparcadas en la arena del revés, de aislante perfecto a las posibles inclemencias nocturnas, que dan lugar a calles y callejones en lo que correspondería a la simple arena de playa, lo que sería territorio exclusivo de sombrillas, toallas y chiringuitos en nuestras costas. Grupos de pescadores que van y vienen del agua, cañas de pesca y redes antiguas en las manos, con agujeros por los que seguro que se escapan los especímenes más pequeños. Los servicios están en la orilla del mar, son sin puertas, sin paredes, son al aire libre, y allí, en fila, vemos sin querer ver a algunos agachados haciendo lo que sólo cada uno puede hacer. Percibimos una división por géneros, los hombres por un lado, peleando con la entrada y salida de barquitas, pasándose los artilugios de pesca, gritándose y avisándose entre ellos de esa ola que viene por allí; y las mujeres por otra, ocupadas en arreglar las redes, intercambiando o vendiendo el pescado que han pescado sus maridos, u ocupándose de los niños. El mar está embravecido, y sólo unos pocos se atreven a adentrarse con sus barcas, volviendo al poco tiempo al comprobar que sería una temeridad salir hoy a pescar. La playa aquí no es utilizada como lo es en mi país, no pasa el cocacolero, ni el de las patatas, no hay nadie tumbado tomando el sol, nadie juega a las palas ni al futbol. Aquí la playa es la representación de la forma más ancestral de vida, como si nosotros fuésemos incultos conquistadores que llegan a este nuevo mundo primigenio buscando cosas, y no encuentran nada, sin entender que estas personas, con nada, hacen un montón de cosas. Se trata de un lugar que aprovecha la cercanía de la costa como frontera entre agua y tierra que proporciona alimentos frescos sin necesidad de un supermercado, como si el mar no fuese sólo mar, sino la nevera de la casa, que cada día abren preguntándose qué podrán obtener de ella. En esta civilización la gente anda con un paso distinto, más seguro, más pausado, como si con cada pisada estuviesen sintiendo el corazón de la misma Tierra que se transmite a través de la arena de la playa por la que andan descalzos. Yo los miro y me siento inferior, más pequeño, un pardillo, como si no conociese el secreto de la vida que ellos dominan a la perfección, ese secreto que esta mujer parece llevar tan tranquilamente en su cesto.


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