Blanco, azul,
verde, rojo, amarillo, marrón, celeste, dorado, plateado, negro, oxidado,
naranja… me faltan nombres de colores para describir el interior del autobús en
el que me encuentro sumergido. Colores que hacen representar en mi cabeza conceptos
como “vida” y “alegría”. Así es Malí, una mezcla de tonos que hermosamente se
junta con el ébano de sus pieles. El coche da saltos al intentar sortear sin
éxito los baches del camino de tierra por el que transitamos, los
amortiguadores creo que hace tiempo que dejaron de funcionar, las ventanas
están abiertas dejando pasar el aire cálido del exterior, las cortinas se
mueven de un lado a otro, el silencio inunda el interior, a pesar de que no
estamos solos (sabemos lo que queremos), de que todos los asientos están
ocupados, e incluso lo que no son asientos. Desde mi privilegiada posición en
el gallinero, me admira la visión que tengo enfrente, como si fuera arte en movimiento,
un montón de cuerpos y cabezas, la mayoría adornadas con telas enrolladas al
estilo africano, que se mueven a un lado y a otro en silencio, al vaivén del
autobús, mirando hacia adelante, expectantes ante el trayecto que nos queda por
hacer, y las contemplo como si esas personas hubiesen dejado de serlo, como si
sus movimientos dibujasen trazos de un pincel que va empañando mi horizonte de
colores. Me gusta. Me hace sentir bien. Y entonces es cuando entiendo el
mensaje del cuadro que ha conseguido dibujar el autor desconocido: la frontera
que separa el blanco y el negro solo puede atravesarse con color.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
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