Quiero reconocer
públicamente mi error. Solicito el perdón a todas aquellas personas a las que
he corregido a lo largo de mi vida en este aspecto. Creyéndome por encima del
bien y del mal, como poseedor de una verdad contrastada por muchos años de
experiencia mirando a las musarañas, cada día que hacía una ruta de senderismo
o una salida al campo y alguien me recordaba “no te olvides llevar las botas de
montaña”, yo salía presto a reprenderle, como esa puntilla cansina, como un
niño repelente, como un martillo pilón, “te referirás a las botas PARA la
montaña, que sería lo normal, ¿no? Las botas de montaña no existen, ¿o acaso has visto tú alguna vez una
bota hecha de montaña, eh?”. Y entonces llegué al Antiatlas, en Marruecos, y allí la vi, gigantesca, como suspendida
ante mis ojos, como una revelación, la verdadera bota DE montaña. Existe, vaya
zas en toda la boca. Desde entonces tengo una pesadilla recurrente: escucho que
alguien me dice que le acerque aquel vaso DE agua. Sí, DE agua, y no CON agua,
como yo le habría corregido. Y yo lo intento una y otra vez pero no puedo pues
siempre se deshacen las partículas de agua al contacto con mi mano, desparramándose
todo y poniéndome perdido del líquido elemento. Y entonces aparece una tercera
persona, como si del camarote de los Hermanos Marx se tratase, y, señalando a
mis pies inmersos en el charco formado en el suelo, me repite una y otra vez “no
te habrías mojado si te hubieses calzado las botas DE agua. Las botas DE agua.
Las botas DE agua...”. Y entonces yo miro al padre, un vaso DE agua, miro a la
madre, unas botas DE montaña, y entiendo que el hijo sólo podría ser unas botas
DE agua. Me doy cuenta que me han colocado en un mundo que no entiendo, y sólo
quiero gritar y llorar, incomprendido, incomprendiente.
Todo por creer ciegamente en que una bota nunca podría ser DE montaña. Todo por
estar convencido de que la única normalidad es la que acostumbro a ver cada día
a mi alrededor.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
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