Andar por este
lugar resulta impactante, tétrico, sobrecogedor. Camino a través de unos campos
absolutamente silenciosos, intuyendo algo distinto, sabiendo que no es un lugar
cualquiera, que aquí ha ocurrido algo gordo, como si un sexto sentido te
avisase rápido: “¡estate alerta!”.
Tras las
torturas que tenían lugar en el S 21, cuerpos exhaustos, aún no fallecidos,
eran trasladados en camionetas, atados entre sí, con vendas en los ojos y bajo
la excusa de que todo había terminado y que iban a ser trasladados con sus
familias y finalmente liberados. Pero eso no ocurría nunca. O quizás sí, pues
llegados a ese punto la libertad solo podía llegar de esa manera. En este
descampado en el que estoy, de noche, bajo el sonido de un generador eléctrico
que siempre permanecía encendido, los condenados eran sacados del camión y
colocados uno al lado del otro, de rodillas en el suelo. Ellos no podían ver
nada, pero lo que tenían delante era una gran fosa. Los asesinos no podían
utilizar armas, pues la munición era escasa y se reservaba para los combates
que aún se seguían produciendo en las fronteras, así que sólo se podían servir
de un simple palo, con el que golpeaban en la nuca del preso. Es entonces
cuando uno entiende lo del ruido del generador, pues con ello se evitaba que
los gritos de los primeros en recibir la sentencia fuesen escuchados por el
resto. De esa manera, tras propinarle el golpe de gracia, dejaban caer a esos
hombres y mujeres en el agujero, a veces sin comprobar si efectivamente habían
muerto, echando rápidamente tierra encima. Se estima que muchos de los
asesinados aquí fueron enterrados vivos.
Imagino que el
espíritu de lucha por la supervivencia que todos tenemos dentro estaría
absolutamente sepultado después de los latigazos, las descargas eléctricas, los
segundos y minutos con la cabeza metida bajo el agua, los días sin comer y
dormir, las heridas en todo el cuerpo… En una situación como esa sólo dejar de
recibir esas torturas debía significar un placer inigualable, y el hecho de ser
abandonado bajo la tierra, de que cesara el ruido, las preguntas, las torturas
y la violencia, suponía casi un final feliz. Un horrible final feliz.
En el centro de
este descampado han construido una especie de memorial, donde se han colocado
los cráneos de los restos encontrados. Acercarse allí te retuerce el corazón, y
hace que no puedas dejar de preguntarte ¿cómo es posible?, ¿hasta dónde somos
capaces de llegar?, ¿qué habría hecho yo en esa situación?, ¿y si hubiese sido
yo el maltratado?, y sobre todo, ¿y si hubiese sido yo el maltratador?
Durante todo el paseo que se puede dar por este lugar
esa duda no deja de repetirse en mi cabeza, y acaba por consumir completamente mi
cerebro cuando compruebo que aquello que acababa de ver no había sido lo más
horrible que pudo alcanzar a hacer una persona sometida a órdenes descabelladas,
sino que aún el hombre era capaz de subir un escalón más hacia la barbarie
(continuará).
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