miércoles, 19 de noviembre de 2014

Pol Pot y los Jemeres Rojos. Los campos de Exterminio o Choeung Ek



Andar por este lugar resulta impactante, tétrico, sobrecogedor. Camino a través de unos campos absolutamente silenciosos, intuyendo algo distinto, sabiendo que no es un lugar cualquiera, que aquí ha ocurrido algo gordo, como si un sexto sentido te avisase rápido: “¡estate alerta!”.

Tras las torturas que tenían lugar en el S 21, cuerpos exhaustos, aún no fallecidos, eran trasladados en camionetas, atados entre sí, con vendas en los ojos y bajo la excusa de que todo había terminado y que iban a ser trasladados con sus familias y finalmente liberados. Pero eso no ocurría nunca. O quizás sí, pues llegados a ese punto la libertad solo podía llegar de esa manera. En este descampado en el que estoy, de noche, bajo el sonido de un generador eléctrico que siempre permanecía encendido, los condenados eran sacados del camión y colocados uno al lado del otro, de rodillas en el suelo. Ellos no podían ver nada, pero lo que tenían delante era una gran fosa. Los asesinos no podían utilizar armas, pues la munición era escasa y se reservaba para los combates que aún se seguían produciendo en las fronteras, así que sólo se podían servir de un simple palo, con el que golpeaban en la nuca del preso. Es entonces cuando uno entiende lo del ruido del generador, pues con ello se evitaba que los gritos de los primeros en recibir la sentencia fuesen escuchados por el resto. De esa manera, tras propinarle el golpe de gracia, dejaban caer a esos hombres y mujeres en el agujero, a veces sin comprobar si efectivamente habían muerto, echando rápidamente tierra encima. Se estima que muchos de los asesinados aquí fueron enterrados vivos.

Imagino que el espíritu de lucha por la supervivencia que todos tenemos dentro estaría absolutamente sepultado después de los latigazos, las descargas eléctricas, los segundos y minutos con la cabeza metida bajo el agua, los días sin comer y dormir, las heridas en todo el cuerpo… En una situación como esa sólo dejar de recibir esas torturas debía significar un placer inigualable, y el hecho de ser abandonado bajo la tierra, de que cesara el ruido, las preguntas, las torturas y la violencia, suponía casi un final feliz. Un horrible final feliz.

En el centro de este descampado han construido una especie de memorial, donde se han colocado los cráneos de los restos encontrados. Acercarse allí te retuerce el corazón, y hace que no puedas dejar de preguntarte ¿cómo es posible?, ¿hasta dónde somos capaces de llegar?, ¿qué habría hecho yo en esa situación?, ¿y si hubiese sido yo el maltratado?, y sobre todo, ¿y si hubiese sido yo el maltratador?

Durante todo el paseo que se puede dar por este lugar esa duda no deja de repetirse en mi cabeza, y acaba por consumir completamente mi cerebro cuando compruebo que aquello que acababa de ver no había sido lo más horrible que pudo alcanzar a hacer una persona sometida a órdenes descabelladas, sino que aún el hombre era capaz de subir un escalón más hacia la barbarie (continuará).



jueves, 6 de noviembre de 2014

Pol Pot y los Jemeres Rojos. El S 21.



Liberas a tu país del resultado de un golpe de Estado, de un gobierno de cuatro años bajo la tutela americana en el que se incrementó, si es que era posible, la diferencia entre ricos y pobres en un país en el que nunca existió algo distinto a ricos y pobres. Llegas a la capital, ante la alegría de tu población, y pones a funcionar las ideas que tenías en la cabeza, aquellas con las que soñaste y comentaste con tus camaradas: hay que destruir esa barrera entre ricos y pobres. Es entonces cuando tomas la decisión: “desalojad las ciudades, todos se irán a  trabajar a los campos, construiremos una sociedad desde el principio, desde cero, sin que cuente para nada el pasado”. Estás decidido a eliminar todo lo malo que había antes, pero también todo lo bueno.
Expresas verdadero interés en poner en marcha tus objetivos, y en que tus subordinados cumplan las órdenes. Se requiere que todo el mundo tenga el mismo nivel de implicación, un grado máximo. El objetivo principal y filosófico: “el trabajo os hará libres”. El objetivo secundario y operativo: “triplicar los niveles de producción de arroz”. Comienzan las jornadas de trabajo inclementes, las normas estrictas, la poca comida, las malas condiciones, las muertes. Comienzan, por tanto, a no cumplirse los objetivos, y, con ello, afloran las desconfianzas.
Tuol Sleng (también conocido como S21) fue una institución creada para solventar esas desconfianzas entre miembros del propio partido. Las aulas de lo que era un colegio antes de que se iniciase el régimen se utilizaron como lugar de interrogatorio, tortura, ajusticiamiento sumario y, en definitiva cruel asesinato de al menos catorce mil personas, todo ello a las órdenes de un antiguo profesor llamado Duch. Parece de película, pero no lo es. El que antes enseñaba matemáticas pasó a ser el ejecutor más despiadado.
El internamiento se iniciaba con una sospecha procedente de algo tan insignificante como haber cogido una ración más de arroz de la que le correspondía. Comenzaba entonces el interrogatorio bajo sospechas de pertenecer a cualquier agencia de espionaje extranjera, acompañado de torturas, que, por no detallarlas demasiado, incluía días y semanas en las más crueles condiciones. Al final, conseguían una confesión a día de hoy absolutamente increíble, como que una chica de doce años fuese miembro de la CIA en un país tan cerrado como Camboya en aquellos años, o que una anciana de setenta años conspirase a las órdenes de Estados Unidos o de Vietnam. Una vez obtenida esa confesión inventada, se atrapaba a toda su familia (hombres, mujeres y niños), además de otros cuantos nombres más que obligaban al torturado a confesar, y se iba expandiendo exponencialmente el número de asesinados. Todos ellos, del primero al último, eran eliminados en el mismo S21, al no soportar las torturas, o en los campos de exterminio de Choeung Ek (continuará).