Suena
el despertador a las cinco y media de la mañana, y no lo ha hecho por
equivocación. Lo puse ayer, bueno, anoche, hace unas horas. A pesar de estar de
vacaciones, quería levantarme bien pronto, antes del amanecer. Quería hacerlo
porque estoy en Koh Rong, en una isla paradisíaca, y pensaba que la salida del sol aquí
debía ser grandiosa, y si lo acompañaba de un baño en sus tranquilas aguas transparentes antes de que éste saliese, pues mejor aún. Cierro la puerta de la cabaña en
la que estamos alojados, recorro los escasos veinte metros de arena blanca y crujiente,
en una sensación que nunca había experimentado bajo mis pies en una playa,
crracc, crraaaccc, un sonido extraño que quizás tenga ocasión de enseñar en
otro video. Llego a la orilla, respiro fuerte mientras echo un vistazo a un
lado y a otro, y compruebo que estoy sólo. Dejo que el aire puro inunde mis
pulmones de oxígeno y naturaleza, y que eso me proporcione fuerzas, las que he
perdido durante todo un mes viajando por un país impactante e intenso como
Camboya, con sus lluvias torrenciales, sus selvas impresionantes, sus medios de
transporte y carreteras en un estado imperfecto, sus hostales y restaurantes
tan distintos a los nuestros, sus sentimientos a flor de piel, su gente
maravillosa preguntándose alucinados por qué ese interés en retratarlo todo, y
también las que me hacen falta para volver a la normalidad, para regresar a lo
de siempre, al asfalto, al edificio, al coche, al trabajo, al frío, a las
aspiraciones, a lo que esperan de mí, a la temida rutina. Por esto me gusta
viajar. Porque tras la tempestad, siempre llega la calma. Y en la calma de este
baño matutino, perdido de cualquier evidencia de civilización, encuentro el
único lugar en el que puedo recargar mi propia batería, esa que está hecha de
aguante, y que suele tener un año de duración.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
miércoles, 28 de enero de 2015
martes, 13 de enero de 2015
Despertar en Fez
Es muy
temprano, quizás no han dado ni las siete de la mañana, pero ya ha comenzado a
salir el sol, y con ello ha llegado la solución a toda una noche de insomnio. Y
es que una habitación de cualquier hostal de Fez en pleno agosto no se
diferencia mucho en cuanto a temperatura con respecto a un horno preparado para
meter el pavo de Navidad. O, poniendo un símil más de aquí, con respecto a la
temperatura que alcanza un Tajine. Por muchas ventanas y puertas que dejes
abiertas, no corre ni un milímetro cúbico de aire en forma de viento, y hasta el
recuerdo de Sevilla en verano se hace utópico como referente de calor aceptable
para dormir. Recorriendo la ciudad de día, los intrincados callejones de la
Medina al inclemente sol que hace que la temperatura fuese la mayor que
recordaba haber experimentado en mi vida (referido a calores secos, no a los
húmedos del sudeste asiático), la cercanía de la tarde, y con ello la noche, me
hacían albergar cierta esperanza sobre la llegada fresquito. “En la noche se estará mejor”, eso
pensaba, eso hablaba con mis compañeros. Pero el cuerpo necesita una
temperatura para dormir a la que por mucho que hubiese descendido al ponerse el
sol, la que teníamos nunca llegaría ni a acercarse. “¿Qué hará la gente de aquí
para combatirlo?”, me preguntaba al mirar desde la ventana, ante el escenario
oscuro de la noche que se veía en ese momento. Y la ventana tardó en
responderme toda una noche en vela. Al llegar el día comprobé cómo en las
azoteas, junto a los huertos más comunes de los edificios marroquíes, los
huertos de parabólicas, los oriundos subían sus colchones y dormían al único
fresco posible, el que proporcionaba el aire libre. Hasta con mantas. Envidia
cochina, ese fue el concepto que colonizó mi cerebro insomne al ver la fácil
solución que no había contemplado. Nota mental: cuando el calor aprieta, la
mejor habitación es aquella que tiene techo de estrellas.
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