Suena
el despertador a las cinco y media de la mañana, y no lo ha hecho por
equivocación. Lo puse ayer, bueno, anoche, hace unas horas. A pesar de estar de
vacaciones, quería levantarme bien pronto, antes del amanecer. Quería hacerlo
porque estoy en Koh Rong, en una isla paradisíaca, y pensaba que la salida del sol aquí
debía ser grandiosa, y si lo acompañaba de un baño en sus tranquilas aguas transparentes antes de que éste saliese, pues mejor aún. Cierro la puerta de la cabaña en
la que estamos alojados, recorro los escasos veinte metros de arena blanca y crujiente,
en una sensación que nunca había experimentado bajo mis pies en una playa,
crracc, crraaaccc, un sonido extraño que quizás tenga ocasión de enseñar en
otro video. Llego a la orilla, respiro fuerte mientras echo un vistazo a un
lado y a otro, y compruebo que estoy sólo. Dejo que el aire puro inunde mis
pulmones de oxígeno y naturaleza, y que eso me proporcione fuerzas, las que he
perdido durante todo un mes viajando por un país impactante e intenso como
Camboya, con sus lluvias torrenciales, sus selvas impresionantes, sus medios de
transporte y carreteras en un estado imperfecto, sus hostales y restaurantes
tan distintos a los nuestros, sus sentimientos a flor de piel, su gente
maravillosa preguntándose alucinados por qué ese interés en retratarlo todo, y
también las que me hacen falta para volver a la normalidad, para regresar a lo
de siempre, al asfalto, al edificio, al coche, al trabajo, al frío, a las
aspiraciones, a lo que esperan de mí, a la temida rutina. Por esto me gusta
viajar. Porque tras la tempestad, siempre llega la calma. Y en la calma de este
baño matutino, perdido de cualquier evidencia de civilización, encuentro el
único lugar en el que puedo recargar mi propia batería, esa que está hecha de
aguante, y que suele tener un año de duración.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
Me ha encantado! Pero inserta el vídeo en vez de poner el enlace, no? Un abrazo!
ResponderEliminarMuchas gracias Christopher! Ayer me llevé un buen rato intentando insertarlo, pero no se por qué no podía. Hoy ya lo he conseguido. :) Un abrazo!
ResponderEliminarQue maravilla! ! Lo mejor de viajar es que esos recuerdos vivirán para siempre en ti y gracias a ti un poco en nosotros. Que bien escribes que guapo eres por fuera pero multiplicadamente guapo por dentro. Maravilla de imágenes.
ResponderEliminarOrgullosa de ti primo.
un beso enorme, te seguimos
Muchísimas gracias, Bea, me alegra mucho que algo que escribo llegue a otras personas. Y como bien dices, el viaje hacia afuera es siempre un viaje hacia adentro.
ResponderEliminarMil besos!!
Te había leído, pero no había visto el video... Sin palabras, maravilloso ambos... Enhorabuena... Besos y continúa enseñándonos tu mundo descalzo...
ResponderEliminarque pasada! es maravilloso!!
ResponderEliminarMe alegro que os guste, muchas gracias a las dos! :)
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