El día está
nuboso, y a veces descarga un chirimiri
tan débil que unido al calor no supone un gran inconveniente para dedicar un
día a la playa.
Un paseo por la playa de Alhucemas proporciona la posibilidad de acceder a una larga extensión de arena
negra, y agua cristalina, sin apenas gente, y la mayor parte de ella, sobre
todo el público femenino, absolutamente tapada. Cuando llevo un rato caminando
sólo veo una familia en la que un hombre con mucha barba está tirado
tranquilamente en la arena en bañador, su hijo jugando en la orilla, y una
madre sentada detrás del padre, como sin querer molestar, completamente
vestida, hasta con su hijab. Cuando dirijo la mirada al mar, para no cohibir a
la familia, me encuentro con lo que podría parecer un barco, el Peñón de Alhucemas, un islote español situado a
700 metros de distancia de donde estoy, en Marruecos, y a 84 km del territorio
español más próximo, que no es la península sino Melilla. Mide unos 170 metros
de largo por 86 de ancho, y en su interior un destacamento militar de menos de
30 personas tiene que simular que la defiende los 365 días del año. No hay
población civil. No hay nada más que aburrimiento para esos soldados aislados
en el cumplimiento de su función patria.
Entre la neblina
y lo que me encuentro por aquí, no puedo evitar pensar que ando a través de un
sueño, que quizás he retrocedido a la España de mis abuelos, a la época en la que
los hombres iban por una lado pudiéndose bañar tranquilamente, y las mujeres
por otro, escondidas para no “provocar” a los machos cabríos, en aquella época
donde aún importaban y se consideraban honrosas las conquistas de cachos
mínimos de tierra tan distanciados de España como la que tengo delante.
El hombre lleva
inventándose fronteras toda su vida. Dos de ellas las siento aquí cerca, desde
la orilla: la frontera que establecimos entre hombres y mujeres así como la
existente entre países. Injusta y absurda, respectivamente.
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