lunes, 23 de febrero de 2015

Lo que descubrí del Maratón




La larga preparación de al menos cuatro meses. Los madrugones de las tiradas largas de los domingos. Las series (no las de la tele, sino las de correr rápido hasta darlo todo). Las salidas a trotar en días alternos, aunque haga frío, llueva, o simplemente no te apetezca. El recuerdo de un fracaso en un intento anterior. Sentir con angustia cómo se acerca el momento para el que te has estado preparando durante tanto tiempo. Los nervios del día previo. Las preguntas que no tardan en colonizar tu mente, ¿por qué hago esto? ¿Y si de nuevo no lo consigo? El día D. La hora H. El encuentro con amigos y familiares que también la corren. Las charlas previas con un estado de excitación como si se tratase del momento antes de entrar en Selectividad, o del último examen de la Facultad. El camino hacia la línea de salida. La visión de cientos de corredores estirando, calentando, mirando al horizonte, pensando que éste, y no otro, es su momento. Gente con un trabajo, o sin él, con una familia, o sin ella, con preocupaciones más importantes que ésta, pero para los que éste preciso momento supone algo único: la culminación de meses de preparación y la ilusión de saber que se encuentran muy cerca de lograr lo que se habían propuesto.

La llegada a la línea de salida, la cuenta atrás, los últimos ánimos y abrazos previos hasta que  da comienzo aquello que estabas esperando desde el año anterior. Eres parte de once mil personas que van a correr un poco más de cuarenta y dos kilómetros… ¿y por qué? ¿Sólo porque Filípides hizo un recorrido desde Maratón hasta Atenas hace 2500 años para avisar de la victoria frente al imperio persa?

Comienzan los primeros pasos, trotes y adelantamientos. La carrera te avisa de que se ha iniciado, que tienes que darle fuerte si no quieres perder su tren. Sólo hay una regla: correr. Un paso tras otro, seguir hacia adelante, sin mirar a lo que te queda sino admirando lo que ya has recorrido. ¿En eso consiste el maratón? ¿En correr y ya está?

En un maratón correr es lo de menos. Los kilómetros pasan rápidos o lentos, fáciles o complicados, de la mano de  personas indispensables que te acompañarán en tus pensamientos, de recuerdos de vivencias pasadas imposibles de recuperar, de los ánimos de seres queridos que encuentras por el camino, de los aplausos altruistas de gente desconocida, del esfuerzo y sacrificio entregado en cada kilómetro, de la fortaleza mental que puedas acumular, de los dolores en articulaciones y músculos que no sabías que existían, del sudor, de la respiración cada vez más dificultosa, de un latido cada vez más sentido, de unos sentimientos cada vez más a flor de piel, de una esperanza cada vez más cercana.

Seguirán pasando kilómetros a través de calles que has recorrido una y mil veces andando, corriendo, en bicicleta o en coche, por un asfalto que reconoces, con edificios familiares y barrios entregados. Continuarás hacia adelante con la cercanía de tus compañeros de aventura, los otros locos que también se estrenan en esta prueba, que hace un tiempo consideraban irrealizable, que hace más interpretaban como imposible.

La carrera en sí no es lo importante, lo trascendental es el camino que seguiste para enfrentarla. Lo importante es mirar de frente al reto, sea éste el que sea, comprobar que nuestros límites siempre son mayores que los que nuestra inseguridad y nuestro miedo nos hacen creer. Lo importante es ser conscientes de que tú, estimado lector, si tú, no mires hacia otro lado, tú, el que ha llegado hasta aquí, puedes conseguir lo que te propongas. Y entonces comprobarás que no hay satisfacción igualable a cumplir un reto que te ha exigido tanto tiempo y esfuerzo. Y menos aún lograrlo si alguna vez fracasaste en tu intento. No existe nada en el mundo que haga sentir más vivo a un ser humano que levantarse tras la caída.






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