Ir lejos, muy
lejos, a lugares poco comunes, a países con los que soñabas desde pequeño. Conocer
sitios nuevos en buena compañía, sentir calor extremo, incomodidades
faunísticas como excesos de cucarachas, o ratas del tamaño de gatos, o
mosquitos que suenan como helicópteros y pican como hijos de puta. Desprenderte
de la comodidad en la que vives, alejarte de tu zona de confort y sentir la
inseguridad de estar en terreno desconocido. Contactar con gente completamente
distinta a ti, en cultura, creencia, situación social, laboral y expectativas
de vida. Encontrar respuestas que si bien imaginabas así, nunca esperabas que
fuesen realidad. Admirar el aguante del ser humano, convencerte de su ilimitada
capacidad de supervivencia. Alucinar con el orden mundial, relativizar tu
posición en el mundo, no parar de preguntarte por qué las cosas son como son,
por qué tú sí y ellos no. Tratar de hallar la solución al camino elegido por la
especie a la que perteneces, y sólo encontrar una respuesta: “stop, no hay
solución”. Imaginar que eres parte de una indeterminación matemática, un infinito,
algo que no podrá ser controlado por imposibilidad de delimitar dónde se
encuentra el principio y el final de las injusticias tan grandes que tu propia
existencia y la de tus contemporáneos provoca. Tratar de asimilar toda esa
información alcanzando lugares de admirable belleza habitada por gente suprema,
mucho más preparada que tú para sobrevivir, con conocimientos que no les
permiten fabricar billetes pero sí esquivar a la muerte constantemente.
Encontrar que tras la maleza siempre hay amor, bondad, fraternidad,
solidaridad, y todos esos valores universales que tanto te hacen enorgullecer
de tus semejantes aunque a veces los sientas tan lejanos. Llegar extasiado y
exhausto, en medio de esa maraña de reflexiones, al último bar del lugar más
alejado del mundo y pedir al solitario camarero que descansa en una silla de
plástico bajo un ventilador de techo una botella de ese preciado oro líquido
helado. Saborear la cerveza fresquita y sentir el agustismo que proporciona
aprender de lo vivido.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
Edu, no te conozco pero te envido sanamente. Envido tus ganas de todo, tu vitalidad, tu espíritu aventurero, tu valentía. Comparto tus reflexiones tan magníficamente contadas en este escrito. De buena gana me uniría con tu buena compañía. Eaaaa!!, a disfrutar de lo que nuestra libertad, afortunadament, aunque a veces parece que no, nos permite acercarnos un poco más a los sueños.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tus palabras, Eulalia. Supone una alegría muy grande cuando de repente encuentro que mis palabras han llegado de alguna forma a alguien. ¡Disfrutemos de la libertad y cumplamos sueños, pues! Un abrazo!
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