Suena el
despertador, abres un ojo, no te puedes creer que ya sea la hora de levantarse,
pero después de pelearte contigo mismo lo haces. Te duchas, te vistes,
desayunas algo rápido y te vas para el coche. Atasco. Quizás llueve, o hace
frío, o hace calor. Probablemente no estés a gusto, con la cabeza puesta en las
cosas que tienes que hacer ese día, en incertidumbres, problemas, facturas, etc.
Finalmente llegas a la oficina, y dependiendo de si es verano o invierno,
quizás no vuelvas a ver el sol ese día, encerrado entre cuatro paredes, un
techo y una pantalla de ordenador. Y es probable que eso mismo te ocurra al
menos cinco días a la semana. Pero tienes que hacerlo, algo tiene que
proporcionarte el dinero para pagar esa casa, ese coche, esas cosas. Esa
seguridad.
Entonces,
mientras atento, obediente y resignado cumples con tu obligación, ese horario
laboral inclemente, sueñas siempre con agua, con sol, con mar: si es verano,
para refrescarte, si es invierno, con la nostalgia de la luz, y, siempre, para
despejar tus propios nubarrones mentales. Sí, estudiaste, hiciste cursos o
masters, prácticas en sitios importantes, pasaste por trabajos chusqueros y
otros menos, hiciste lo que debías hacer, lo que te dijeron, lo correcto, para
finalmente acabar en un lugar cerrado a la vida, al ambiente, a dónde tú
perteneces, a dónde tus células, tu carne, tu cuerpo, tu mente, se sienten más
a gusto. Cerrado al sol, al aire, al agua, a la tierra. Ajeno al movimiento. Un
lugar unido al asfalto, al ladrillo, a lo metálico, a la materia.
De repente
apareces en Filipinas, y ves una simple barquita, y un pescador con ropajes muy
usados recogiendo unos peces que luego llevará a su humilde cabaña situada al
pie de una playa de agua cristalina y arena blanca, donde su mujer prepara al
aire libre, en un fuego, una sopa sencilla y espera a lo que el marido traiga
esa mañana para unirlo al menú, mientras mira hacia sus hijos que se divierten
en la playa con cosas que no son cosas, con una herramienta en desuso donde tú
procedes, la simple imaginación, y recuerdas la primera vez en tu vida que
viste algo parecido, más de diez años atrás, y en tu cerebro se dibujo una idea
preconcebida: “pobrecitos, no tienen nada”.
Quizás la edad,
la experiencia, la capacidad de ponerte en el lugar del otro, o comprobar que
la vida no es lo que esperabas, que los sueños difícilmente se cumplen, que el
mundo cuando eras pequeño te brindaba tantísimas oportunidades que al crecer se
derrumban, te ha hecho ver claro, cristalino como esa agua por la que pasas. Ahora
lo entiendes. Ahora sabes que son ellos los que poseen lo único indispensable: tiempo
de sobra y pocas necesidades.
Ahora te das
cuenta de todo: tú eres el único pobre aquí, estúpido. Ellos son millonarios.
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