Tenemos la
obligación de decirles que podíamos vivir un día entero, y semanas, y meses, y
años, y toda la adolescencia y juventud sin móvil; que la vida no necesitaba
tener un control absoluto; que se podía esperar sólo en un lugar a que llegasen
nuestros amigos sin que tuviésemos ninguna sensación de estar perdiendo el
tiempo; que si nos perdíamos en la Feria luego nos encontrábamos sin el pánico
de pensar que no tenemos cobertura, no habrán mirado el móvil, se les habrá
acabado la batería o qué se yo; que la única comunicación existente era por el
fijo de casa, que la mayoría de llamadas que nos hacían pasaban por el filtro de
nuestros padres, que si era nuestra novia la que estaba al otro lado del
teléfono, teníamos que hablar con ella estando ellos delante, y en un salón o
cocina habitualmente repleto de hermanos y ruido de televisión; que no
disponíamos de google, que teníamos
que convivir con las dudas, que las discusiones no se cerraban con la verdad
absoluta a la que ese buscador te permite acceder; que no teníamos juegos en un
clic, que debíamos pasar tiempo solos, enfrentándonos a nuestro aburrimiento,
dando vueltas a nuestra imaginación para encontrar la diversión; que no teníamos
la necesidad de hacernos una foto delante de cualquier lugar y momento, de esas
en las que el paisaje es secundario y lo que importa es nuestra cara; que tener
un álbum en papel lleno de selfies no
tenía sentido y por eso las fotos se hacían a paisajes y a amigos en lugares y momentos
especiales, porque era lo que queríamos recordar para siempre, no nuestra
propia cara que cada día miramos al espejo; que hicimos botellones y nos
cogimos nuestras papas sin entender que aquello era algo de lo que sentirse orgulloso
y por tanto debíamos publicar al resto de la sociedad.
Tenemos la
obligación de decirles que no es que fuésemos más responsables, que no es que tomásemos
mejores decisiones, sino que tuvimos la suerte de que la evolución tecnológica no
hubiese creado aún ese aparatito que por sobreutilización nos está volviendo
enganchados, dependientes, egocéntricos, menos libres y en definitiva
carajotes, y que la libertad a veces sólo llega cuando un inesperado movimiento
provoca que nuestro móvil caiga en un lugar acuoso y poco higiénico que produce su
destrucción y nos permite recordar, al menos por unas horas o días, que hubo un
tiempo en que la libertad consistía sólo en salir de casa sin estar conectado a
nada ni a nadie, andar con la cabeza levantada y fijarte en las maravillas que
puedas encontrar por el camino.