La teoría de la
Relatividad dice a muy grandes rasgos que las leyes físicas se transforman
cuando se cambia el sistema de referencia. Yo no sabía que las teorías se
veían, pero lo cierto es que la he visto actuar, a esta teoría, durante todo el
año y sobre todo las últimas semanas. He visto cómo las dimensiones cambian, cómo
el espacio y el tiempo no son absolutos, sino relativos. Cómo una distancia de
diez metros se transforma en diez mil, y cómo un tiempo de cinco minutos se transforman
en treinta. He visto cómo una actividad simple, rápida, se transforma en
compleja y lentísima, y en definitiva he visto cómo lo habitual se transforma
en imposible. Y todo por el cambio en el sistema de referencia. El mío, yo
mismo, un sistema de referencia con disponibilidad de oxígeno en mis pulmones
sigue respetando las leyes físicas habituales. Un segundo para el resto es más
o menos un segundo para mí, un metro para el resto es más o menos un metro para
mí. Aunque sea Durio y el gen Durio nos haga un poquito más lentos, lo acepto.
Pero si cambiamos el sistema de referencia, y le vamos quitando capacidad
pulmonar, y le ponemos toses recurrentes, y el oxígeno llega cada vez con más
dificultad a la sangre y de ahí menos a los órganos, el sistema de referencia
cambia, y con ello las leyes físicas. Los metros ya no son metros, ni los
segundos, segundos. Ahora el metro se alarga, primero son dos, después cuatro,
después dieciséis, y así en progresión geométrica cada día las distancias se
van convirtiendo de cercanas a lejanas, de un pequeño paseo a un maratón. Y el
tiempo, el tiempo también se alarga, en la misma o en mayor proporción. Lo que
antes se tardaba un segundo ahora se tardan dos, y con el paso de las horas y
los días, pasa a ser cuatro, o dieciséis, o doscientos cincuenta y seis. Lo que
se hacía en cinco minutos pasan a ser treinta. La casa se hace más grande, como
un campo de futbol, y ya ir a la cocina es como llegar a la otra portería.
Y todo por el
oxígeno. Una partícula minúscula que es capaz de producir tanta energía para
hacer tantas cosas, y que su defecto hace que ese tiempo y espacio se expanda
hasta niveles infinitos. Ahora aprecio muchísimo los movimientos, los míos
propios. Estoy sentado y me levanto, y no me pasa nada, y lo hago en un
segundo, pero para él lo era todo, y lo hacía en minutos, con sufrimiento
máximo. Es la misma cosa, levantarse, pero es distinta cosa para los dos. Yo
tengo oxígeno, y él no. Puta mierda de la química, por una cosa tan pequeña. Para
mí no era importante, no pensaba en ello, el oxígeno era como el agua para un
pez, no me daba ni cuenta. Ya lo dijo Foster Wallace, cuando contaba el chiste
de los peces, en el que un pez le pregunta a otro cómo está el agua, y el otro
responde “”¿qué agua?”. Para mi padre de repente el oxígeno, esa agua para el
pez, pasó a ser algo.
Yo tengo sed y
cojo un vaso lo lleno de agua y lo bebo. Él no podía coger la botella y hasta
sostener el vaso era un suplicio, e incluso sorber por la pajita era comparable
a cuando yo salgo a correr diez kilómetros. Los centímetros se hacen inmensos,
los segundos eternos. El simple hecho de respirar se vuelve un martirio, como
si fuese un émbolo antiguo que no sube y baja bien, que roza por todas partes y
chirría y hace que requiera un esfuerzo mayor para moverlo. Ahora sé de qué
murió el rey malo de Braveheart, ese cabroncete que escuchaba de boca de Sophie
Marceau que su nieto realmente no sería su nieto sino el hijo de William
Wallace. ¿Os acordáis cómo sonaban sus pulmones? Pues eso es la fibrosis
pulmonar. Ya no es un movimiento inconsciente, sino que requiere de toda la
consciencia, de unas órdenes expresas del cerebro que le ordena a unos pulmones
gamberros que se muevan como es debido. Y esos pulmones acaban moviéndose, pero
produciendo un ruido incesante, una sensación de agobio extrema. Cada
inspiración es un mundo, una lucha continua contra lo imposible. Pues imposible
se vuelve una palabra cada vez más cercana. Como cuando en una carretera recta
es ya visible al fondo una gasolinera. Como esa carretera recta de Tarifa en la
que unos días antes de su boda estuvo a punto de dejarse la vida y estas
palabras nunca habrían sido escritas. Pues así va estando la palabra “imposible”
cada vez más cerca. Era posible pasear, hasta que fue imposible; era posible
hacer labores de casa, hasta que fue imposible; era posible hablar sin toser ni
ahogarse, hasta que fue imposible; era posible comer con regularidad y ganas y
sin problemas de atragantamiento, hasta que fue imposible; era posible sorber
por una cañita, hasta que fue imposible. Ha sido una batalla descompensada
entre él e Imposible. Mientras observo
cómo se expande tan poco su pecho con cada respiración y soy consciente de cómo
ese puto Imposible va adueñándose de él, recuerdo que esos mismos pulmones le
hicieron moverse con rapidez y sin descanso a recoger la mesa y fregar los
platos, a tender, a ordenar la casa, a preparar viajes, a ir, en ellos, de aquí
para allá, un museo, una estación, un tren, un hotel, un paisaje, un monumento,
vamos que no llegamos, corred que cierran, tanto cuando todo era en blanco y negro
como en color. A tener miles de motivaciones y proyectos siempre con nosotros. En
definitiva a estar en TODO y CON TODOS.
Lo Imposible
terminó con eso. Lo Imposible es muy poderoso, es tremendamente fuerte, y mi
papá no pudo, ni sólo ni con nuestra ayuda, vencer al gigante. No pudo frenar
la expropiación injusta de sus cuatro dimensiones, haciéndoselas inabarcables.
Anchura, altura, profundidad y tiempo, todo se alargó, de todas se adueñó lo Imposible.
Y la situación
se complica ahora con un nuevo factor que entra en juego, la Pena. La Penita de
ver cómo eso ocurría, cómo no se podía hacer nada. El oxígeno deja de inundar
sus pulmones, las fuerzas decaen, las dimensiones se hacen más grandes y la Pena
aumenta hasta niveles estratosféricos. Esa Pena te hace pensar cosas absurdas. “Puto
Imposible, ven a mí, enfréntate conmigo y deja a mi padre en paz, cobarde. Ven
aquí que te vas a enterar de lo que vale un peine”. Cosas en las que, dentro de
la absurdidad, incluyo algo de coherencia: “Quizás necesite ayuda cuando tenga
delante a lo Imposible. Bueno, yo lo cojo por detrás, le agarro por los brazos
y le digo a mis hermanos que le peguen con todas sus fuerzas en el estómago.
Como parece muy fuerte se lo diré también a mis primos. Como creo que el cabrón
es fortísimo, se lo diré a todos mis amigos. Pegad fuerte, tumbémoslo. Venga,
al carajo, Imposible”. Y en eso pienso cuando miro de reojo hacia atrás en el
funeral. “Con toda esta gente habríamos podido ganarle, lástima que no se me
ocurriera antes”. Pero ante todas estas absurdeces hay una única pregunta que hace
que se adueñe del cerebro. Esa pregunta lleva repitiéndose desde hace dos años
sólo que ahora se ha transformado, como decía la Relatividad al cambiar el
sistema de referencia, pasando de “¿qué pasará cuando?” al “¿y ahora qué?”.
Y ahora qué.
Yo he hablado
con ella, con la Pena, la única que queda tras le victoria de lo Imposible, y
he calculado que sólo tendrán que pasar 50 millones de años hasta que logre
superarla, así que nos hemos dado la mano como si hubiésemos cerrado un pacto.
Durante todo ese tiempo te mantendré, papá, en mi cabeza. Seguiré esa dirección
que nos señalas. Ya después iremos viendo.