miércoles, 11 de junio de 2014

Caravanas del desierto



Amanece en Erg Chebbi, situado a un paseo en camello de tres horas aproximadamente desde Merzouga, en Marruecos. Aún no hace tanto calor, el sol comienza a salir en el horizonte de este mar de arena que se ha levantado con marejadilla. Mientras voy ascendiendo, me sorprendo del paisaje, de las olas que parecen esas dunas, de esta impresionante montaña de arena por la que voy subiendo, que supera a todas ellas, y desde donde puedo ver el infinito, kilómetros y kilómetros sin encontrarme ningún edificio, puente o elemento arquitectónico o ingenieril que muestre intervención humana alguna. La sensación es maravillosa aquí, en este lugar donde aparentemente no hay nada.  Es como si la compañía fuese algo extraordinario, como si lo normal fuese la soledad. Y es que siento que sólo en un lugar donde no hay nada es donde el ser humano puede darlo todo, sacar todo aquello que está en el interior de su mente, sin las distracciones absurdas de nuestro mundo. Un hombre ante la naturaleza más básica, más hermosa, más dura, que a medida que la piso me traslada a otros tiempos, como si en este mismo instante no estuviese ya en el siglo XXI, sino que me convirtiese en un esclavo de los que cruzaban a pie el desierto, en caravanas interminables de camelleros, apresado injustamente bajo un sol de justicia. Quizás no me tengo que ir muchos siglos atrás. Quizás no tengo que desplazarme en el tiempo ni años ni meses. Quizás en este mismo instante, muchos estén haciendo el camino, no el de Santiago, no el del Rocío, sino el que les llevará a su soñada Europa. Quizás todas estas dunas esconden algo más que arena.





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