No existe nada
parecido, con tanta fuerza, nada que se repita tantas veces en todos los
lugares del mundo, y que su simple visualización no te haga pararte, sentarte
si es posible, y esperar a que se produzca el fenómeno. Ahora estoy en Serendipity,
en la costa camboyana, y descubro que aquí sucede lo mismo. El cuerpo recibe la
orden de la mente, “párate, siéntate, en la arena, da igual, pero siéntate y
disfruta”. Los colores azules y blancos, los últimos rayos solares que se
tornan de amarillos a naranjas e incluso rosas, el sonido de las olas, el agua,
ese tranquilo ir y venir de ondas a través del mar chocando con la orilla. La
brisa marina envuelta en la calidez húmeda de esta parte del mundo, el
escenario enfrente, como si fuese un lienzo que va cambiando a cada segundo,
fondo azul, algodones blancos, fuego a lo lejos que se funde con el mar
embravecido. Parece que las nubes son humo resultado de esa fusión entre lo más
caliente y lo más líquido. Un escenario del que es imposible escapar, que se
introduce en el cerebro y te taladra activando una tecla reflexiva que dice
“¿qué estás haciendo?”. Tengo ante mí el fin de un día, y no temo, y me
pregunto qué habría pensado el primer hombre que se enfrentó al atardecer por
primera vez y miró con miedo el futuro, viendo cómo se escapaba
irremediablemente el astro rey, rodeándose todo de una oscuridad amenazante, sin
saber aún que siempre, incluso tras la noche más cerrada, vuelve a aparecer el
sol. Como tantas cosas en esta vida, el miedo de ayer es nuestra seguridad de
hoy. Ese hombre no imaginaba que todo era mucho más fácil, que llegado un
momento tendría que dejar de recrearse en sus tinieblas, darse la vuelta y simplemente
esperar a que apareciese el sol de nuevo por el otro lado. Lo aprendió al día
siguiente. La experiencia trae consigo la tranquilidad.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
Espero que lo disfrutaseis muchísimo, siempre pienso que ese momento "nos pone en nuestro sitio".
ResponderEliminarCierto, a mi no me deja de sorprender, y eso que si hago cuentas debo haber vivido más de 12.700 en mi vida!
ResponderEliminarSerendipity... qué hermoso nombre. Lo casual que es causal. Me alegra ver que tus viajes exteriores son también interiores. No es la puesta de sol cantada por tantos "poetas" lo que nos da la luz, sino la interiorización de lo que miramos. Gracias por tus textos. Siempre cambian algo del vacío. Las fotos de nuestra vida. Y nuestros sueños.
ResponderEliminarGracias por tus comentarios, Emilio, me alegra muchísimo volver a leerte, o mejor dicho a oirte, pues a pesar de no conocer tu voz, tus palabras resultan siempre tan acertedas que entran directamente por el oído hasta el lugar mismo donde se alojan las reflexiones. Un saludo.
ResponderEliminarEdu, genial el relato. Me ha encantado. Es cierto que la obscuridad nos llena de temores y el amanecer los difumina. Aunque a veces los temores nos descubre instrumentos para enfrentarnos al nuevo día con diferentes referencias. La foto es preciosa. Un abrazo
ResponderEliminarMuchísimas gracias Pitusa. ¡Un beso fuerte!
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