En el mundo de
las nuevas tecnologías, en la acuciante espiral de progreso y desarrollo que
nos lleva a ser cada vez más metálicos (en el jardín botánico…), en una Tierra
con ascensores, donde constatamos que el futuro solo eran coches aerodinámicos
y formas más redondeadas, con edificios más altos, con imágenes virtuales de
mayor definición, con una realidad paralela creada por ordenador que te permite
abstraerte del mundo real e introducirte en uno formado por bytes, aplicaciones,
mensajes directos, envíos de archivos y visualización de videos, en una
sociedad cada vez más rápida, más deprisa, donde el significado de segundos,
minutos y horas va cambiando a un ritmo vertiginoso por la necesidad de hacer
cada vez más cosas en menos segundos, minutos y horas, de repente, en los
albores de la tempestad, uno comprueba que aún no estamos perdidos. En esta
espiral de vida “inteligente” que hemos creado y que no nos permite parar un
segundo y simplemente descansar, aburrirnos, pensar, e imaginar, aparece una
esperanza, pues veo aquí, en Phnom Penh, a niños jugando a la petanca con las
chanclas. Aún hay lugares donde se puede uno detener, coger aire y disfrutar de
la grandeza que tenemos encerrada en el cráneo, la cual nos empeñamos en darle
menor uso del debido pasándole la responsabilidad creadora a cualquier aparato
electrónico. La vida, aún, es dominada por nuestra imaginación. Bravo.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
martes, 23 de septiembre de 2014
miércoles, 10 de septiembre de 2014
Dudas
¿Y si la vida es
sólo levantarse por la mañana, ocupar el tiempo en algo, comer y beber, y
volver a acostarse por la noche? ¿Y si sólo somos un mero transmisor de una
energía que nos han dado nuestros padres y que tenemos obligación, sin saberlo
directamente, sin ser conscientes, de transmitirla? ¿Y si nuestra única función
en la Tierra es sobrevivir PORQUE SÍ? ¿Y si empezamos nuestra existencia
sabiéndolo, y el exceso de uso de la razón en algo, en ocupar el tiempo en
cualquier cosa, ha logrado confundirnos, separarnos de ese conocimiento? ¿Y si
mientras más básicos fuimos, más inteligentes éramos, más conscientes de nuestro
sentido vital? ¿Y si cualquier persona que está aquí, en Camboya, en la puerta
de su casa de madera, sentado en una silla de plástico, o en su barquita, aparentemente
sin hacer nada más allá que ver la vida pasar, es más consciente que nosotros
de las grandes dudas de la humanidad por el simple hecho de no haber sucumbido
a la tecnología, al desarrollo ilimitado, a la famosa pantallita, ajena a todos
nuestros aparatos cotidianos fabricados para no tener que pensar en nada, para tener la mente en blanco,
en auténtico vacío? ¿Y si verdaderamente al invertir tiempo en cosas que no nos
aportan nada como ser humano, nos estamos convirtiendo en gilipollas? ¿Y si ya
lo somos? ¿Y si no hay remedio?
martes, 2 de septiembre de 2014
Atardecer
No existe nada
parecido, con tanta fuerza, nada que se repita tantas veces en todos los
lugares del mundo, y que su simple visualización no te haga pararte, sentarte
si es posible, y esperar a que se produzca el fenómeno. Ahora estoy en Serendipity,
en la costa camboyana, y descubro que aquí sucede lo mismo. El cuerpo recibe la
orden de la mente, “párate, siéntate, en la arena, da igual, pero siéntate y
disfruta”. Los colores azules y blancos, los últimos rayos solares que se
tornan de amarillos a naranjas e incluso rosas, el sonido de las olas, el agua,
ese tranquilo ir y venir de ondas a través del mar chocando con la orilla. La
brisa marina envuelta en la calidez húmeda de esta parte del mundo, el
escenario enfrente, como si fuese un lienzo que va cambiando a cada segundo,
fondo azul, algodones blancos, fuego a lo lejos que se funde con el mar
embravecido. Parece que las nubes son humo resultado de esa fusión entre lo más
caliente y lo más líquido. Un escenario del que es imposible escapar, que se
introduce en el cerebro y te taladra activando una tecla reflexiva que dice
“¿qué estás haciendo?”. Tengo ante mí el fin de un día, y no temo, y me
pregunto qué habría pensado el primer hombre que se enfrentó al atardecer por
primera vez y miró con miedo el futuro, viendo cómo se escapaba
irremediablemente el astro rey, rodeándose todo de una oscuridad amenazante, sin
saber aún que siempre, incluso tras la noche más cerrada, vuelve a aparecer el
sol. Como tantas cosas en esta vida, el miedo de ayer es nuestra seguridad de
hoy. Ese hombre no imaginaba que todo era mucho más fácil, que llegado un
momento tendría que dejar de recrearse en sus tinieblas, darse la vuelta y simplemente
esperar a que apareciese el sol de nuevo por el otro lado. Lo aprendió al día
siguiente. La experiencia trae consigo la tranquilidad.
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