No sé cómo
empezar este escrito, porque lo único que me sale es decir “gracias”, pero esa
palabra repetida hasta la saciedad, gracias, gracias, gracias. A mis padres, a
mis hermanos, a mis cuñaos, a Ana, a los Parodys (Jero, Luisa, Maoté, Lolilla,
Fernando, Teresita, Carlos, Maite, Cacallín, Isa, Mari, tío Ricardo, tía Rosario, tía Maria José, tía
Mari Paz, tío Salvador), a mi tía Encarna, a Javicai, a Víctor, a Gonzalo que me consta que estuvo aunque no nos vimos, a mis amigos Perico,
Saúl, Álvaro, Ale, Borja, Pedro, Manu, Yolanda, Yesica, Susana, Inma, Cristina,
Román, Ivan, a Manuel Liberal (¡¡¡qué emoción verte!!!), a Munira, Miguel y el
pequeño gran Alejandro (¡no sois conscientes de lo que me encantó veros!), a
las tragsianas Pilar, Inma e Inés, a los amazónicos Sandro, Auxi, Paula y David
(ya eres un amazónico), a los sevillaactualizados Christopher, Fran, Adrián, Mercedes
y su madre Mer, a Carolina, a Manuel Casado, a mis amigas de mi hermana Rocío, Marta, Eli,
Belén, Cinta, Leti, a Pablo y Rafael de Triskel, a las dos simpatiquísimas
encargadas de la Jerónima. Gracias a todos los que estuvisteis, y a los que no
lo estuvisteis físicamente pero no dejasteis de estar en mi cabeza. Perdón si
me he dejado a alguien por el camino, pero que sepáis que ayer vencisteis a la Soledad del escribido, y que lo convertisteis
en la Compañía del escritor.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
miércoles, 16 de diciembre de 2015
martes, 8 de diciembre de 2015
La Soledad del Escribido
Hace algo más de dos años me embarqué en una utopía que poco a poco va
tomando forma. El día 15 de diciembre sale a la venta mi primera novela,
publicada con Triskel ediciones. También será el día de la presentación de la obra. Y yo ahora mismo tengo ganas de reír,
de gritar y de llorar, de levantar los brazos en señal de victoria y de
esconderme a la vez, por saber que he llegado a una meta de mi maratón
vital, y que aún me quedan cientos de ellas por cruzar. No sé cuánto
durará esta aventura, pero por ahora me lo he pasado en grande. Mil
gracias a todos, familia, amigos y conocidos.
Martes 15 de diciembre de 2015, en La Jerónima, una librotaberna cercana a la calle Regina, en la calle Jerónimo Hernández, num 14, en Sevilla. Si estáis interesados, será un placer recibirles ;)
miércoles, 2 de diciembre de 2015
Perdido en Cajas
El viento no
deja de impactar contra la única parte de mi cuerpo que permanece al
descubierto: los ojos y parte de la nariz, introduciendo el frío en mi interior
helado. Mi ropa no está lo suficientemente preparada para estas temperaturas,
una sensación térmica rayando los cero grados, acompañado de lluvias, y lo que
es más importante, de desubicación geográfica.
Estoy en el
Parque Natural de Cajas, cerca de Cuenca, en Ecuador. He iniciado una ruta que
me habían vendido como asequible y sin pérdida. He caminado por lugares
hermosos, en un paisaje denominado de pajonal, como si se tratase de la Ciénaga
de los Muertos en la que Frodo quedó atrapado, y atravesando un bello bosque de
Quinoa, silencioso, húmedo, que me hacía trasladar al más atractivo hogar de
los Elfos al que siempre había deseado visitar. He andado en solitario por
estos caminos embarrados, hasta que llegado un momento he perdido la senda.
No encuentro el
camino. La tarde se acaba, la noche se echa encima, y cuando aquí llega la
oscuridad no quiero imaginar qué temperaturas se pueden alcanzar. No sé a dónde
ir. Desando el camino, pero no encuentro el correcto. Voy hacia un lado, y doy
con lagunas de diferentes tamaños. Voy hacia otro, y volvería a entrar al
enrevesado bosque de Quinoa. Hace frío. Tengo ganas de gritar, pero para qué,
aquí no hay nadie. Tengo ganas de llorar, pero lo mismo, estoy sólo. De esta
tengo que salir yo. Ando y desando durante más de dos horas, llevo cinco
embarcado en esta ruta. La noche se echa encima, tengo miedo, para qué lo vamos
a negar. Tengo frío, muchísimo. Me queda poca agua. No tengo comida. Edu, no te
quedes quieto.
Respiro hondo,
miro al cielo, llueve, me mojo. Tengo que salir de aquí. Miro alrededor y
decido coger una dirección y no dejar de avanzar hacia adelante, algo
encontraré si no cambio de coordenadas. Ando, y ando, y ando. Subo un monte, no
veo nada más que pajonal, no siento nada más que frío, no presiento nada más
que pasar la noche aquí, y entonces eso puede ser fatal. No decaigo, sigo hacia
adelante. Otra hora, ya sí que es casi de noche. Bajo un monte, al menos aquí
no hay laguna que me impida continuar. Me agacho un poco, estoy muerto, tengo
sed, tengo frío. Respiro. Grito. Oigo mi eco. Me quedo callado. He escuchado
algo. ¿Es eso un motor de coche?
Corro para
sortear el siguiente monte, pues deduzco que tras él voy a encontrar algo
diferente. Y así es, ya escucho más claramente, otro coche, o camión. ¡Una
carretera! La veo a lo lejos, justo cuando ya no se ve casi nada pues la tarde
ha dejado de ser tarde, y ha comenzado a llamarse noche. Corro, aunque casi no
veo el camino por el que voy, de hecho me acabo pegando un hostión, pero no
importa, debo salir de aquí cuanto antes, ya atenderé al hombro que me he
lastimado y que me seguirá doliendo varios meses después. Llego a la carretera.
Alguien bondadoso espero encontrar, aunque todas las guías y todos los consejos
de oriundos me recomendaron no hacer autostop, y mucho menos de noche. No tengo
opción. Espero a que pase alguien. No pasa nadie. Ya es de noche.
Pasa el tiempo, ¿es eso un autobús? Levanto las manos,
que sea lo que dios quiera. El autobús para. Corro hacia él. “¿Va para Cuenca?”.
“Sí, suba”. Respiro. Entro. Me dirijo hacia el final del transporte semivacío. Me
siento. Me empiezo a reír, una risa nerviosa, una risa miedosa. Hoy he
sobrevivido por un golpe de suerte, y mi cuerpo me lo demuestra a carcajadas
incontroladas, de auténtico maníaco. Miro por la ventana mientras pienso que he
superado un momento de película que podía haber sido trágico. No hay nada que
te haga sentir mejor que estar cerca del final de tu partida y conseguir una
vida extra.
lunes, 16 de noviembre de 2015
Analgésicos-bomba
Un día unos
locos recorrieron las calles de una gran ciudad europea disparando a diestro y
siniestro a todas las personas que se encontraban por ahí. La suerte, la
casualidad, la sinrazón, hizo que más de cien personas perdiesen la vida. Los supervivientes,
obviamente, se enfadaron, y en respuesta a eso, el país afectado decidió
bombardear el país de procedencia de los locos, muriendo otros cientos o miles de
personas allí, civiles de allí, inocentes de allí. Los supervivientes del país receptor
de las bombas, obviamente se enfadaron, y decidieron responder de la forma que
ellos pueden: más locos recorriendo más calles de más ciudades europeas matando
a más civiles inocentes. De nuevo, los supervivientes de esas matanzas en
Europa se enfadaron, y decidieron responder con más bombardeos en el otro país.
Más muerte y destrucción en aquellos lugares que provocó más enfado, claro, y
los supervivientes se motivaron aún más en dar la vida por su Estado Islámico,
pues era atacado inmisericordemente por los europeos, así que volvieron a
responder con sus formas: Alá es grande y les dice, les ordena, con esos
bombardeos recibidos, que vayan a Europa a matar a más infieles. Y van. Y
matan. Y los europeos, enfadados de nuevo, volvieron a responder con sus
formas: la democracia les dice, les ordena, con esos asesinatos recibidos, que
vayan a Raqqa a bombardear terroristas (y lo que haya cerca). Y así en una
suerte interminable de odio y destrucción que se retroalimenta infinitamente.
La violencia sólo engendra violencia, es una máxima que nos enseñaron desde pequeño, probablemente los mismos mayores que ahora deciden seguir engendrándola. Eso lo sé yo, tú, él y el gobernante de turno. La historia está llena de ejemplos que nos dicen que los bombardeos indiscriminados solucionan tantas cosas como los tiroteos indiscriminados: nada. ¿Por qué se sigue haciendo? ¿Por qué lo seguimos viendo inevitable? ¿Es imposible dejar de comprar el petróleo con el que se han hecho y que sostienen su financiación? ¿Es imposible dejar de venderles las armas que luego van a utilizar contra nosotros? ¿Es imposible establecer vínculos que hagan atractivo para los ciudadanos de aquellos lugares la relación con nuestra parte del mundo? ¿Es imposible pedir que este tipo de conflictos se aborden de manera global y centrada en sus verdaderas causas? ¿Es imposible pensar que allí, al igual que hay tantos hijos de puta como aquí, también existen mujeres, niños y hombres que nada tienen que ver con la violencia?
Estamos acostumbrados en medicina a que una pastilla nos quite los síntomas de la enfermedad, pero no las causas, y hemos exportado esa lógica a los problemas sociales. Los bombardeos son sólo analgésicos que enmascaran el dolor de un instante, pero que no abordan la enfermedad en sí.
viernes, 13 de noviembre de 2015
Un poquito de Quito
Quito se
encuentra enclavado en el denominado surco interandino, que es la parte
intermedia entre la Cordillera Oriental y la Occidental de los Andes. Eso hace
que la capital ecuatoriana haya crecido y siga haciéndolo de forma alargada, de
norte a sur, y no circularmente, como pueda ocurrir en la mayor parte de
ciudades europeas, pues se encuentra a este y oeste bruscamente con dificultades
orográficas de considerable altura. Vista desde un punto elevado, en este caso
desde la Basílica del Voto Nacional, el aspecto es como un gran enjambre de
casas y edificios que se pierde en el horizonte, tanto hacia un lado como hacia
el contrario, con una intensidad que hace difícilmente imaginable cómo podría
haber sido este lugar antes de que lo hubiesen pisado los conquistadores
procedentes de nuestro continente tanto tiempo atrás. Y es que a pesar de que
trajeron más conflictos, guerras, nuevas armas y enfermedades a los oriundos, probablemente
el veneno más impactante que portaban no era otro que el concepto de “desarrollo”
y su identificación con “prosperidad”. Hasta entonces, por estos lares, existía
cierto equilibrio con la naturaleza. Nuestra civilización les enseñó a sacar
partido de hasta la última gota de Tierra, y a denominar las transformaciones
de la misma como progreso. El asfalto se identificó con la modernidad, la
modernidad con lo correcto, y todo ello se encerró entre ladrillos y cemento. El
desarrollo, definitivamente, no dispone de contenedor que lo recicle.
martes, 20 de octubre de 2015
Prólogo: Abróchense los cinturones
“Perdone. Disculpe.
Sí, pase, pase. No se preocupe, no tengo prisa, guarde su maleta
tranquilamente. Espere, le ayudo. Oiga, sí, ese es mi sitio. No pasa nada. Sí,
el mío es 21 A, el suyo es éste, el 21B. Claro, claro, entiendo que no se ha
dado cuenta, no tiene la mayor importancia. ¿Yo? De Sevilla. Bueno, nací en
Cádiz, pero vivo desde casi siempre en Sevilla…”.
Llevas más de
doce horas de viaje y aún no ha despegado el avión. Cogiste un autobús en
Sevilla de madrugada, llegaste temprano a Madrid y ahora es mediodía. Te
quedan, entre escalas y líos, unas 20 horas para llegar al lugar de destino.
Relájate. Aprovecha que has conseguido un asiento al lado de la puerta de
emergencia, que no tienes a nadie delante y puedes estirar las piernas. Cotillea
a tu alrededor, observa a esa mujer oronda que trata de acomodarse en su asiento
mientras habla sin dar opción a su acompañante, a esa madre que viaja sola con
su bebé que no para de llorar, a esa chica de muy buen ver que lamentablemente
no ha caído en el asiento pegado al tuyo, a ese hombre que tienes al lado y que
no deja de hablar por teléfono, incluso cuando se suponía que debía haberlo
desconectado. Mira la pantalla que tienes delante, busca alguna película, o
algo de música. Ten cerca el libro que has traído, la Odisea, de Homero, y un
cuaderno para escribir lo que se te ocurra. Y acude a la ventana, tu gran
compañera, esa que te ofrece la transformación de la Tierra y de los humanos en
un hormiguero de gente que se mueve, de casas apelotonadas, de parcelas
desordenadas en algunos países y perfectamente dispuestas en otros, de
carreteras que parecen scalextric, de
coches que van y vienen, de montañas escarpadas, de ríos serpenteantes, de
mares y océanos azules, verdosos, oscuros, celestes.
El ruido del
motor, ese sonido tan constante que acaba invadiendo el ambiente y del que no
te desprendes hasta que aterrizas y permiten salir del avión, y te das cuenta
de lo cargada que tenías la cabeza, los ojos, la garganta, los oídos. Un
pitidito que te impide escuchar con claridad, y que sólo cuando bostezas o
tragas saliva consigues desatascarlo, como si hubieses estado debajo del agua y
sintieses las presión del líquido elemento en tu órgano auditivo. El aire
acondicionado que seca tus ojos, tu boca y tu garganta y que te deja con la
necesidad de beber dos litros de agua seguidos.
La sensación de pertenecer a un ganado que va atravesando etapas, ahora
el control policial, ahora la recogida de maletas, ahora la revisión de tu
equipaje, ahora las preguntas sobre cómo salir de allí.
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