Te detienes un
momento, te miras en el espejo y ves el paso del tiempo en tu rostro. Tu piel
está arrutinada, y la costumbre ha hecho que tu cerebro se enlentezca. Esto era
joven antes, te preguntas. ¿Qué hace que se vuelva viejo de repente si el
interior está igual que siempre? Abres la ventana para respirar aire puro y el
horizonte te anuncia que el final de una aventura inolvidable, que dio a luz un
libro publicado y otro par de ellos en busca de padrino quizás esté cerca, y
que sería grandioso terminarla por todo lo alto. Sacas la mochila guardada en
los altillos de un armario, y al abrir sus cremalleras encuentras la respuesta.
Es el movimiento el que rejuvenece, el único que puede hacer frente al
sedentarismo al que nuestro mundo obliga, ése que provoca arrugas de
pensamiento. Durante el año vas notando cómo pierdes esa seguridad alcanzada
cuando estás fuera, cuando vas y no estás, cuando andas y no llegas, cuando
caminas sin ir a ningún lado, sin prisas, sin objetivos, sin una ocupación más
importante que pasear, observar, conocer, aprender, preguntar. Pero tranquilo, tu
mundo descalzo está aquí de nuevo, y ha venido a ayudarte, a aclararte, a
emocionarte, como si fuese el despertar de una fuerza que sube automáticamente
tus niveles de agustismo. Hace poco más de cien años llegaron a España los
últimos de Filipinas, mañana iré a comprobar cómo se han desenvuelto sin
nosotros.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
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