lunes, 19 de julio de 2021

El verano de mi vida

 

Éramos dos bandos: los buenos y los malos. Por supuesto, yo pertenecía a los buenos. Los malos siempre eran otros. Mi familia, mis amigos, eran también los buenos. Los malos eran quienes no eran mi familia ni mis amigos.

Los malos eran los otros, todos los otros. Los buenos, nosotros.

A los nosotros los trataba bien, y me preocupaba de lo que les pasaba. En los otros no pensaba casi nunca, a no ser que uno de nosotros hiciese algún comentario sobre ellos, y entonces yo me unía y los criticaba también. Nosotros éramos buenos, nobles, honrados, sinceros. Los otros eran aprovechados, egoístas, hipócritas, con actitudes perversas. Eran malos porque eran los otros. Hacían cosas chungas porque eran los otros. No necesitábamos más explicación: eran los otros. Nosotros hacíamos todo bien, los otros hacían todo mal.

Así me hice de los Lakers y los malos eran los Celtics. Me hice del Sevilla, y los malos eran del Betis. Era de España, y los malos eran catalanes o vascos. Crecí en un barrio de derechas, y los malos eran de izquierdas. Mi tele echaba series y películas de Estados Unidos y entonces Estados Unidos era nosotros y todo lo que Estados Unidos dijese que eran los otros, eran los otros para nosotros también. Los indios, los vietnamitas, los árabes, los extraterrestres, cualquiera. Ese país, además, nos enseñó a no ver a los otros sólo como malos, sino como malísimos. Seguramente los dibujos y películas de vaqueros o de superhéroes contribuyeron a entender esas lógicas: el que era malo era malo malísimo; el que era bueno era  bueno buenísimo.

Pero a veces la vida me situaba en territorios confusos. Por ejemplo, pasaba de curso y entraba en una clase nueva donde todos eran distintos a los del año anterior, todos eran los otros y por tanto malos, pero al poco tiempo los conocía y pasaban a ser también nosotros y por tanto buenos. Cosas como esta me hacían sospechar que nosotros era sólo un sinónimo de conocidos, y los otros de desconocidos, y que en función de eso nos catalogábamos a nosotros como buenos y a los otros como malos. Como eso era tan complicado de entender para mí, trataba de no pensar mucho en ello.

Empecé a crecer y a preocuparme por la pobreza, la desigualdad y la justicia social, pero como vivía en un barrio de derechas y todos los nosotros éramos de derechas y allí lo importante era la nación, la religión y el orden, mi cerebro solía silenciar mis nuevas reflexiones para no perturbar a mis nosotros.

Tenía amigos del Betis y eran buena gente pues se reían y me hacían reír. Eran nosotros, pero a la vez el Betis eran los otros, y eso me provocaba un choque mental de incomprensión, porque entonces ellos eran nosotros y los otros y eso no podía ser.

Conocí catalanes y vascos y vi que eran muy simpáticos, tanto como nosotros. Hacían chistes, jugaban con la ironía, pero ellos eran los otros, y los otros eran malos, así que ¿cómo podría yo recolocarlos en mi cerebro en el lugar en el que colocaba a los buenos, si eran los otros y por tanto malos?

Me percaté por primera vez de guerras de Estados Unidos contra otros países. Estados Unidos eran los buenos porque eran nosotros, pero la guerra era mala porque moría gente inocente. Y de nuevo hacía toc-toc la incomprensión, pues esa gente no era nosotros, sino los otros, y entonces no debería importarme. Pero lo cierto era que me importaban esos otros que morían injustamente. ¿Cómo podía importarme que muriesen los otros si los otros eran los malos? ¿Cómo podía rebelarme contra nosotros, si nosotros éramos los buenos?

Crecí y salí de mi barrio y conocí otras gentes distintas, de izquierdas esta vez, que eran los otros y por tanto malos, pero al hablar con ellos y conocer que se preocupaban más de las cosas que a mí más me importaban otra vez tenía en mi mente la confusión y dudaba sobre si quizás aunque fuesen los otros no eran tan malos, pues pensaban como yo realmente pensaba pero no me atrevía a admitir. ¿Qué me ocurría? ¿Por qué todo se me desmoronaba? ¿Por qué me dijeron que lo mío era nosotros, que lo otro eran los otros, que nosotros éramos buenos y los otros malos, si todo el mundo, mayoritariamente, parecía ser bueno cuando lo conocía?

Con el cerebro frito y el espíritu revuelto decidí ponerle solución. Un verano salí de mi barrio, de mi ciudad, de mi país, de mi continente y recalé en el país de los otros y comprobé que hacían lo mismo que nosotros: se despertaban, desayunaban, algunos con cara de malas pulgas, otros con ganas de charla. Iban a trabajar, la mayoría en cosas que no le interesaban en absoluto, algunos suertudos en trabajos atractivos. Tenían familias, reían con ellos, jugaban y quedaban con amigos. Hacían deporte, se bañaban en piscinas o ríos o mares, iban a bares, trataban de sobrevivir, de pasarlo bien, de ser agradables y empáticos con su alrededor, de ayudar en lo posible, ¡intentaban no hacer el mal!, ¡intentaban actuar bien! 

El verano de mi vida fue ése en el que descubrí que los otros también eran nosotros. Y desde entonces todo me resultó más fácil pues dejé de invertir energía en pensar mal de los desconocidos.




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