Erase una vez
una niña que jugaba como todas las de su edad, con sus hermanos a la pelota, o
a descubrir animales que se escondían en la tierra del slum donde vivía, o en cualquiera de los recovecos de los edificios
semiderruidos de Hyderabad por los que solía pedir limosna. A pesar de las
inclemencias que soportaba, era feliz, estaba contenta, pues eso era lo que
había tenido siempre, nunca había vivido en otro lugar, en otro ambiente, bajo
otras circunstancias que no la obligaran a sobrevivir por ella misma. Al fin y al cabo era libre, podía
andar de un sitio a otro, aunque su ilusión de ir al colegio estuviese
cercenada pues sus padres no se lo podían permitir. Soñaba con cosas de otro
mundo, con volar y con un sultán azul, aunque también soñaba con otras del suyo
propio. Solía andar siempre con hambre, intentando obtener unas rupees que le permitiesen comprar aunque
fuera un chupa chups. Cada día veía este cartel y se le hacía la boca agua. No
sabía leer, no sabía lo que el cartel decía, sólo veía una foto de uno con el
papel puesto, y de otro con el papel quitado al que acudían las moscas. Claro,
es que estaba buenísimo y si no le ponían el envoltorio, todo el mundo querría
comérselo. El poder estaba en los hombres, ellos eran los que ponían las
normas, y sabían muy bien cómo hacerlo, cómo moldear conciencias desde
pequeñitas. Ella no sabía que le quedaban pocos meses para dejar de ser una
niña, para convertirse en una mujer, pero tenía perfectamente asumido que
llegaría un momento en que estaría obligada a taparse como lo hacía el chupa
chups, como lo hacían todas las mujeres mayores que conocía y se vestían con hijab o burka, su madre, su tía y su hermana mayor, pues ellas eran dulces
a la mirada de los hombres, y debían defenderse de ellos. Dentro de poco su
cuerpo dejaría de estar expuesto al sol, al viento, a la lluvia, al tacto, a
cualquier caricia indiscreta. Dentro de poco dejaría de ser libre. Dentro de
poco sólo sería una chuche en el mundo de las moscas.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
lunes, 30 de diciembre de 2013
martes, 17 de diciembre de 2013
Se busca
Dicen que una
vez que entras en la Medina de Fez corres el riesgo de quedar atrapado allí por
siempre jamás. Un laberinto de callejones estrechos, con multitud de puestos y
tiendecitas, de vendedores que tratan por todos los medios de que les compres,
que intentan convencerte de que su producto es el mejor de todos. Callejas a
rebosar de gente que viene y va, cargando cualquier cosa, una bolsa gigante
llena de especias, un caballo que carga millones de telas, un anciano
pensativo, un sonido en el aire de “Allahu Akbar” que te transporta a otra
época, a otro mundo, procedente del
Muecín que llama a la oración, unos pasadizos que no cumplirían los criterios
de higiene a los que nuestra parte del mundo está acostumbrada, un giro a la
derecha, uno más a la izquierda, de nuevo a la izquierda, otra vez a la
derecha, ahora se bifurca, y así hasta el infinito. Cuenta la leyenda que una
vez, hace mucho tiempo, un viajero errante se adentró entre sus murallas, y
paseó por sus calles, primero con seguridad, disfrutando de lo que veía, del
espectáculo de colores, sonidos y olores de este lugar, sus gentes, sus
miradas; luego con preocupación, al comprobar que no era tan fácil como se imaginaba
orientarse allí; y por último con auténtico pavor al verificar que no daba con
el camino correcto hacia el exterior. Cuenta dicha leyenda que quedó atrapado
en la Medina para siempre, sin poder salir, que las autoridades internacionales
decretaron una orden de busca y captura para encontrarlo, pero que no
consiguieron nada, nadie pudo verlo nunca. La orden aún sigue vigente: “Se
busca a un desaparecido, su nombre es Respeto. Si lo encuentran, propáguenlo”.
martes, 10 de diciembre de 2013
Lakers
Yo le miro con
sorpresa. Aquí, en medio de Malí, cruzando en un una especie de ferry el río
Níger para dirigirnos a Djenné, me encuentro a un chaval con la camiseta de mi
equipo preferido, como yo llevaba orgullosamente cuando era chico. Le digo
“Vive les Lakers!” en un lamentable francés, y me responde con una sonrisa
llena de incomprensión, qué me estará diciendo éste tubabu, se preguntará. Pienso en cómo habrá llegado esa camiseta a
este sitio, y en la ironía que supone que el club más relacionado con el lujo
de toda la NBA aparezca precisamente aquí, en uno de los lugares menos lujosos
del mundo. “Bendita” globalización. No para de encender y apagar ese transistor
que lleva en las manos, del cual no se oye más que ruido, es imposible sintonizar
nada. En pleno Sahel, nuestra “civilización” prácticamente no ha llegado, todas
las casas son de adobe, no hay ninguna antena, ni enchufes, no hay
supermercados ni nada tecnológico. Alguna vez supongo que mi país fue así, ¿qué
quedó de eso? En la época de los móviles, Iphone, Ipad y demás, aquí mantienen
la modernidad de mis años 80, y el sol y el campo y la vida sencilla de
aquellos años. Y es cuando entiendo que ese niño en realidad soy yo, mi yo de
este mundo, con la camiseta de mi equipo, jugando con la radio, aquel aparato que
me parecía tan misterioso a través del que los mayores se informaban de todo, y
que he puesto cara rara cuando un viejo me ha preguntado por los Lakers porque
qué sabrá él, eso es cosa de niños. Y su cabeza, como la mía entonces, se
volvería a girar a observar el mundo, y a pensar simplemente si alguna vez
tendría la oportunidad de que los ángeles (no los Lakers) le explicaran por qué
las cosas son como son.
lunes, 2 de diciembre de 2013
Paraísos Naturales
A veces llego a
lugares extraordinarios, a sitios a los cuáles te gustaría pertenecer por
siempre jamás. El camino hacia ellos suele ser largo y difícil, como el regreso
a Ítaca, sin comodidades, y tienes que hacerlo a pie, sólo con tus recursos, con
lo más básico de ti mismo, esa energía interior que todos llevamos dentro con
la que tratas de hacerte un todo mezclado con la naturaleza desbordante por la
que pisas. Pero la recompensa es inigualable, y quedará grabada en tu memoria,
para que puedas acceder a ella de vez en cuando, guardada en esa mochila
cerebral que ningún recorte de ninguna entidad poderosa te podrá arrebatar nunca.
Un ejemplo es Siete Altares, en Livingston, Guatemala. Mientras voy andando,
dejando pozas y más pozas de agua cristalina con cascadas, vegetación frondosa
y verde muy verde con lianas de Tarzán, y ese sonido de agua cayendo que te
transporta a la época que debió ser el Nuevo Mundo antes de que viniésemos a
joderlo, pienso en lo absurdo de lo que llamamos civilización. Destrozamos
paraísos naturales para construir ciudades donde viva gente que trabaje para
pagarse unas vacaciones para tener la oportunidad de visitar paraísos
naturales. De locos, ¿no? A veces me avergüenza pertenecer a los humanos, y me
imagino en una reunión de especies de la Tierra, sentado entre una hormiga y
una tortuga y ambas descojonándose de mí, “¿pero vosotros los seres humanos sois
tontos? ¡Estáis jartándoos de trabajar para poder ir un ratito al mismo sitio del
que procedíais y en el que podríais vivir perfectamente todo el tiempo si no os
lo hubieseis cargado!”
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