martes, 27 de septiembre de 2016

Creímos



Creímos que todo lo que decían nuestros padres era la verdad absoluta, que luego ésta se dirigió al profe, pasando también por el cura, y que de allí fue a parar a nuestro mejor amigo, el guay, el que hablaba con una aparente seguridad que nunca alcanzábamos el resto hasta, al final, decidir que dicha verdad estaba en leer muchos libros, salir de tu zona de confort y conocer a gente muy distinta que te aporta otros puntos de vista. Creímos que el respeto era un alumno que se quedaba callado en clase porque temía al profesor, y no porque éste se ganase el respeto con su sabiduría y su forma de transmitir conocimientos. Creímos que era posible ser tan fuerte como Goku, que podíamos jugar como Jordan o Romario, que los Reyes Magos realmente venían de Oriente y en una noche repartían todos los regalos, que Papá Noel hacía lo mismo con tres veces menos, que el mismo Ratón Pérez levantaba la almohada sin que nos diésemos cuenta y dejaba un muñequito o una moneda. No prestábamos atención a que dichos regalos estuviesen envueltos con papel de El Corte Inglés.

Creímos que existía Dios, y que estaba en todos lados, a pesar de que lo que se ve en todos lados no era precisamente Dios, y que cuantos más lados conocíamos más se evidenciaba que alguien superior no aprobaría esto. Creímos que la Semana Santa representaba el punto culminante de todo creyente, hasta que nos dio por echarle un ojo a la Biblia y comprobar en Exodo 20: 4-5, que uno de los mandamientos la prohibía expresamente: No te harás ninguna escultura y ninguna imagen de lo que hay arriba, en el cielo, o abajo, en la tierra, o debajo de la tierra, en las aguas. No te postrarás ante ellas, ni les rendirás culto; porque yo soy el Señor, tu Dios, un Dios celoso, que castigo la maldad de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación, si ellos me aborrecen. Creímos que Dios era bueno y justo, hasta que leímos en el libro sagrado que entre otras cosas se cargó a un montón de gente por motivos caprichosos.

Creímos que si estudiábamos mucho, aprobábamos asignaturas y terminábamos la carrera tendríamos un trabajo, que estaría bien remunerado, que nos haría sentir realizado. Creímos que si eras filósofo te dedicarías a filosofar, que si eras biólogo estarías todo el día en el campo, que si habías estudiado derecho tu vida consistiría en defender causas justas e imposibles (y ganarlas), que con tu empleo aportarías tu granito de arena a construir un mundo más justo.

Creímos que los buenos al final ganan, que el sol aparece siempre tarde o temprano, que el que la sigue la consigue, que con esfuerzo todo sale adelante.

Creímos todo y más, hasta que leímos en el diccionario de la Real Academia de la Lengua que creer es tener algo por cierto sin conocerlo de manera directa o sin que esté comprobado o demostrado. Y entonces nos preguntamos, ¿y por qué lo creímos? Y vemos cómo todas nuestras torres, las que habíamos creído incondicionalmente, se van viniendo abajo a medida que nos hacemos adultos.

¿Las habríamos visto caer también si hubiésemos crecido en un mundo basado en lo que se sabe, y no en lo que se cree?


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