A veces tengo la
impresión de que hay cosas que he visto y que, cuando vuelvo y trato de
explicarlas, no encuentro las palabras adecuadas que consigan hacer entender a
mi interlocutor cómo era el paisaje. Eso ocurre con algunos maravillosos espacios
naturales en los que he estado, en donde a veces las palabras, e incluso las imágenes,
sobran, como es el caso del Parque Nacional Tayrona, en Colombia. No puedo
decir que estuve en un sitio precioso, porque precioso ya lo hemos utilizado
mucho, ni que era una playa, pues ya tenemos una idea de ella en la cabeza, con
sombrillas, toalla y gente. No puedo decir que detrás tenía la selva, porque ya
la hemos visto por la tele como alojamiento de los indígenas que no se dejaban
conquistar. Pero es que de repente estoy allí, enfrentado a todo eso, un
sendero largo por entre la selva verde y llena de vida ruidosa de insectos, de
sapos, de aves, de monos, un sonido del que sospechas que son olas que vienen y
van, y que acababa evidenciándose en una playa virgen, silenciosa, solitaria,
con un sol que empieza a esconderse para dejar paso al reino de la luna, y me
siento como si estuviese en el Lago Azul, en la Selva Esmeralda, como si fuese
la playa de Perdidos, la banda sonora de la película de la Misión inunda mi cabeza,
me creo que tengo cerca los bosques de Lothlorien, y que a poco que me despiste
se aparecerá Galadriel a darme un poco de pan élfico para continuar mi camino, y
simplemente puedo sentarme a contemplar lo que ven mis ojos, a pensar en la
hermosura de la Tierra, en cómo tuvo que ser cualquier parte del planeta antes
de nuestra llegada, y sobre todo, en poner en una balanza las cosas que me
hacen volver a un lugar asfaltado, enladrillado, contaminado y feo en lugar de
quedarme aquí para siempre, mirando las palmeras, divisando el mar y las olas,
viendo la vida pasar.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
guau edu!! conozco el tayrona y comparto totalmente la sensación!! me siento muy identificada con tus relatos, gracias por compartirlos!! por favor no dejes de escribir!!
ResponderEliminarMuchas gracias Aida! Me alegro que te gusten, y me alegro que hayas tenido oportunidad de estar en ese lugar mágico...Te envío un gran beso y mucha suerte a esas tierras lejanas en las que ahora estas!
ResponderEliminarEspero que compartamos muchos viajes, Eduardo. Yo también me he movido por casi todo el mundo. Aunque el verdadero viaje es siempre interior. Coincido contigo en esa película y banda sonora maravillosa, La Misión. Y me encanta como has vertido en el texto tus sensaciones convirtiéndolas en Literatura. Seguimos.
ResponderEliminar¡Muchas gracias Emilio! ¡Sigamos compartiendo!
ResponderEliminarQue preciosidad, da la sensación de haber estado allí de lo bien descrito...Sigue escribiendo!!
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
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