Llega la noche a
Calcuta, y unos cuantos conductores de rickshaws deciden poner fin a un duro
día de trabajo transportando a gente y mercancías, corriendo de un lado a otro,
bajo la lluvia, bajo el sol, bajo la noche, descalzos, tirando de sus carros
como si de mulas se tratasen. El calor es asfixiante, la humedad siempre es
máxima, el sudor empapa cuerpos y ropas, telas y vestidos, saris y pañuelos.
Antes de ir a pasar la noche en su casa, es decir, en el propio rickshaw en el
que dormirán, deciden limpiarse del día, quitarse impurezas procedentes de una
jornada interminable esquivando, autobuses, taxis, burros y personas. Para ello
hacen lo de siempre, llegan a la estación de tren, cruzan las vías, sortean por
el camino a los numerosos perros y cuervos, a alguna vaca, a la basura y
excrementos depositados en estas y, en una de ellas, detectan una tubería por
donde se escapa el agua. Este es el lugar. Se lavarán relajadamente mientras
conversan sobre las anécdotas que le ha deparado el día. La ducha perfecta. Mañana
será otro día. Probablemente el mismo.
Una vez me dijeron que viajaba en el espacio, pero yo sabía que viajé en el tiempo. Observé calles de mi infancia, sin asfaltar, burros, autobuses antiguos, coches de cuando era pequeño, casas de un solo piso, desgastadas, que encerraban mucha historia, no vi televisiones, ni móviles, ni nada que oliese a tecnológico, vi gente con ropas que no estaban a la moda, vi gente descalza. Y se podía estar. A gustito. Y me quedé para siempre en ese mundo más fácil, en ese mundo descalzo.
India es eso... India.
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